Historia general y natural de las Indias: Part 2, Book 35 Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés
Proemio
En el libro XXXIII se trata cómo el capitán Hernando Cortés hizo poblar el río e provincia de Pánuco, e conquistó parte de aquella tierra. También se dijo allí cómo yendo a ella por gobernador el adelantado de aquella provincia,
Francisco de Garay, se perdió él e su armada, e la mayor parte de su gente murió, unos a manos de los indios e otros por diversas maneras, y
él en fin con ellos, e fue a morir a Temistitán. Después de lo cual, el capitán Pánfilo de Narváez (de quien se trató en el mismo libro XXXIII, e se dijo que con una armada le envió el adelantado Diego Velázquez dende Cuba a la Nueva España, a quitar de allí el capitán Hernando Cortés, e fue preso por él, e perdió un ojo, e lo tuvo algún tiempo detenido), pasado eso, fue a España, e dende ella, con licencia del Emperador nuestro señor, e como capitán general e gobernador suyo, fue a poblar con otra
armada al río que llaman de las Palmas, en cierta parte de la costa del Norte, como adelante se dirá.
Parece que les da el tiempo su pago a los hombres que no se contentan con lo honesto, en especial aquellos a quien Dios les
da de comer e los pone en buen estado y edad para reposar e darle gracias, sin que la codicia debiese alterarlos ni mover
a buscar nuevos trabajos. Y tanto es mayor la culpa cuanto más es grande la experiencia de los tales, que habiéndose visto
pobres y ejercitados en muchas desaventuras, salidos dellas e desacordados del bien que Dios les hace en darles oportunidad
para su reposo, no le toman; antes, demás de desconocer a la bondad divina lo que por ellos ha hecho, olvidan la muerte y
el castigo que tras ella consiguen los ingratos, y atrévense a decir: “Ya yo sé qué cosa son hados malos; para mí ninguna
ocasión habrá que me espante ni haga volver atrás: quien con poco se contenta, no puede ser mucho ni merecerlo.” E así, a
este propósito hablando de papo, e oyéndose llamar Vuestra Señoría e Magníficos, embelesados, levantados en el aire, e trocando
el seso, escuchando lagoteros e hambrientos soldados, dan con el juicio al través, e ofrecen sus personas a lo que no pueden
bastar sus fuerzas; e poniendo las ánimas en condición, hacen unos fines que ningún cuerdo los puede haber envidia sino lástima.
Si Pánfilo de Narváez no perdiera la memoria de cómo fue tratado en la Nueva España, e mirara cuán al revés le salieron sus pensamientos, no buscara otros torbellinos e fatigas, e contentárase con que, seyendo
un hidalgo que pasó a estas partes con una espada e una capa a buscar la vida, alcanzó honra e mujer virtuosa hijadalgo, e
le dio Dios hijos e hacienda con que bastantemente pudiera pasar, según el ser de su persona: que era virtuoso, e hombre de
gentil crianza e de limpia sangre, e cuando convino se había mostrado en la milicia no menos esforzado que diestro soldado
e después capitán. E él fue el que después acabó de pacificar e conquistar la isla de Cuba, y en aquélla vivía y estaba bien heredado e próspero; e aun después que salió de la prisión e uñas de Cortés, halló a su mujer, María de Valenzuela, que había algunos años que le atendía en tan buena fama e reputación, como pudo estar Penélope; puesto que no tejía e destejía, como aquélla, por la duda que tenía o esperanza de la venida de su marido Ulixes: estotra, certificada de la prisión e trabajos del suyo, granjeaba su hacienda, e la acrecentaba e guardaba para le redimir
e ayudar. E así halló, cuando él vino a su casa, allende de hallar la hacienda que dejó acrecentada, que le tenía trece o
catorce mil pesos de oro de minas que la mujer había cogido con sus esclavos e indios, lo cual el mismo Pánfilo de Narváez me certificó en Toledo el año de mil e quinientos e veinte y cinco, estando en aquella ciudad la Cesárea Majestad. Y pidiendo
justicia y desafíos contra Cortés, como en otra parte lo he dicho, e aconsejándole yo, como amigo, que se sosegase ya en su casa e compañía de su mujer e hijos,
e diese gracias a Dios, pues tenía en qué vivir e con qué pasar este vado mundano e tan lleno de inconvenientes, como sus
deseos guiaban a este mandar hijos ajenos, debiérale de parecer que lo que yo decía no era tan a su propósito como lo que
él negociaba. E así acabó como negocios mal fundados, e para su muerte e otros muchos solicitados, pues no le faltaba edad
para buscar quietud: que tantos o más años había que yo, e su persona no me parecía a mí que estaba poco gastada.
Aunque él me dio las gracias por el consejo, vi que no le hacía buen estómago, e acordéme de lo que un labrador me preguntó
una vez, seyendo yo mancebo, que me dijo así: “A osadas, que esos que sois de palacio ¿no sabéis por qué le dan al asno la
tercera vez con el palo?...” y yo le respondí que debía de ser porque aguijase, y el villano replicó: “No es ésa la causa,
sino porque el asno no se acuerda de la primera vez que le castigan o dan con el palo, e porque la segunda no se enmendó.”
Yo e otros que le escuchábamos, juzgábamosle por de buena razón, aunque pareciónos que sus palabras era bien tenerlas en la
memoria, pues que eran dignas de ser acogidas e que se entendían tan bien a los hombres como a los asnos, pues por tales se
deben haber los que por muchos azotes no se enmiendan. Ved si podría bastar a un hombre uno y otro y otro y más peligros para
corregirse. Dejemos esto. El caso es que ninguno puede huir de lo que está de Dios ordenado; mas puesto que ello es así, quédale
al hombre una elección libre para escoger lo que le conviene e saber conocer lo malo y elegir lo bueno. Mas cuando se escoge
lo uno de aquesto, fíjase una constancia o tema en algunas personas, e máxime en aquellas que se van tras sus deseos inútiles,
que no les deja disputar ni considerar o atender a consultar con la razón, para discernir ni entender lo que deben seguir,
e así acude luego lo que escribe Vitruvio, distinguiendo la cogitación, la cual dice que es una cura llena de estudio e de industria e de vigilancia, con voluptad
de propósito efecto. E como he dicho esto que Vitruvio dice para la elección ser conveniente, conviértenlo los imprudentes en uso de aquello que debrían excusar. Dice el doctor
César Cesariano, comentador del autor alegado, sobre el capítulo III, libro I de Vitruvio: “El bien obrar letifica, y el mal hace con dolor arrepentir.” Esto acaece a los que no bien pensadas e ponderadas primero
sus empresas, se pierden con ellas, e lo que es peor, causan que otros muchos acaben mal. Deben los hombres, para perpetuarse,
no en esta mortal morada, sino en la que para siempre ha de permanecer, conformarse, e fundarse en limpios deseos que no discrepen
del servicio de Dios; y si los pone en estas partes o Indias, miren que no sea tanto en buscar riquezas mal habidas e bañadas en sangre humana, como en convertir e procurar la salvación
destos tristes indios: que a la verdad soy de opinión que pocos capitanes de los que han pasado acá, han procurado esta perpetuidad
que digo; y si ellos mojasen o templasen el ardor de sus espadas codiciosas en la cera e blandura de la misericordia y en
la resina de la templanza, y piadosamente se hubiesen con esta gente, acaecerles hía lo que al hierro ardiente le acaece para
su perpetuidad.
Dice este famoso doctor e comentador, que de suso se dijo, que los clavos de hierro no pueden turar donde se clavan, porque
se corrompen con el orín o moho; mas si cuando es caliente e bien encendido, fuese muerto en la cera e resina derritiéndola,
se templa e así se conserva perpetuamente; e dice este doctor que lo ha probado. Hallo yo que así como nuestra fe católica
se funda en un solo Dios e trino, que así el buen cristiano debe fundarse e acordarse siempre de tres cosas, que después se
incluyen asimesmo e resumen en una, e son temer e amar a Dios sobre todo, sin ofender al prójimo más que a sí mismo, obedeciendo
servir al rey e señor natural, velar e guardar la propria ánima, no pecando a sabiendas; porque guardando cualquiera de estas
cosas, se cumplen todas, y en faltando a una dellas, faltan a todas. No acertará alguno a subir en lo alto con el pie derecho,
si no sigue el número dispar en los escalones; y esta regla misma se ha de guardar en la escala de la gloria; quiero decir
que, comenzando el buen obrar con buena intención e continuándolo así, acaba el efecto en el mismo santo fin. Vitruvio amonesta que las gradas o escalones se deben constituir de manera que siempre sean nones o dispar, porque cuando con el pie
derecho se sube la grada primera, así por el semejante, en la última será el primero que se ponga. Pero los escalones del
capitán Pánfilo fueron pares e semejantes a sus cogitaciones. Bien creo yo que su fin sería pensar que su camino resultaría en servicio de
Dios; mas junto con eso, era muy aficionado a preceder a otros de más industria o mejor fortuna, e así siempre, cuando pensaba
que iba adelante, se hallaba e halló más atrás.
Deste hidalgo se hará relación e de su desventurado fin e infelice armada en
este libro XXXV, según la noticia que hasta el tiempo presente se tiene de su viaje; en el cual sucedieron cosas de mucho
dolor e tristeza, e aun miraglos en esos pocos que escaparon o quedaron con la vida, después de haber padecido innumerables
naufragios e peligros, como se puede colegir por la relación que a esta Real Audiencia, que reside en esta
ciudad de Santo Domingo, enviaron tres hidalgos, llamados Alvar Núñez Cabeza de Vaca, e Andrés Dorantes e Alonso del Castillo; los cuales fueron con el mismo Pánfilo de Narváez, e cuentan por escrito lo que les acaeció en su viaje e por dónde anduvieron. E a la vuelta fueron a España a dar relación a Su Majestad, viva voce, de las cosas que aquí se dirán, alargándome a su información, e acortando algunas
superfluas palabras que duplicadamente dicen; e no faltaré de lo substancial e médula de lo que su carta contiene y dice.
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Capítulo I
De la relación que hicieron los que escaparon de la desventurada armada del capitán Pánfilo de Narváez, e lo que les acaeció en la costa e tierras septentrionales.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca, e Alonso del Castillo, e Andrés Dorantes solos, e un negro llamado Estéban, escaparon del armada toda del gobernador Pánfilo de Narváez. Y este Cabeza de Vaca fue por tesorero e oficial de Su Majestad; el cual dice que dende Xagua, que es un puerto o ancón en la isla de Cuba, a quince de febrero de mil e quinientos e veinte y siete años, había escrito a Su Majestad lo que hasta allí les había acaecido,
e del perdimiento de dos navíos con sesenta hombres e todo lo que en ellos iba. E perdida esta gente e navíos, e más veinte
caballos que en ellos iban, acordaron de invernar allí en el puerto de Xagua, donde dice este Cabeza de Vaca que estuvo dende seis días de noviembre del año ya dicho, con cuatro navíos e toda la gente, hasta veinte e dos días del
mes de febrero del siguiente año de mil e quinientos e veinte e ocho años, que llegó allí el gobernador. El cual se embarcó,
para seguir su viaje, en cuatro navíos e un bergantín, con cuatrocientos hombres e ochenta caballos; e anduvieron por la mar
hasta los doce días de abril, martes de la Semana Santa, que llegaron a la Tierra Firme, e la fueron costeando hasta el jueves santo, e surgieron en la costa en una bahía que era baja, e al cabo della vieron unos
buhíos. E otro día, viernes santo, salieron en tierra con toda la más gente que pudieron sacar en los bateles, fueron a desembarcar
junto a los buhíos, en los cuales no hallaron gente, porque los habían desamparado; y el uno dellos era tan grande, que cupieran
en él trescientas personas, e los demás eran pequeños. Hallaron muchas redes para pescar, y entre ellas se halló una sonaja
de oro.
Otro día siguiente hizo el gobernador alzar pendones por Su Majestad e tomó la posesión de la tierra, e hizo juntar los oficiales
de Su Majestad, e a los frailes que allí iban, e la gente que había salido en tierra toda, e presentó sus provisiones reales
que llevaba, e fueron obedecidas por todos, y el dicho gobernador, admitido por tal gobernador e capitán general; e los oficiales
presentaron las suyas, e asimesmo fueron habidos por oficiales de Su Majestad. E luego se dio orden cómo se desembarcó toda
la gente e caballos, los cuales iban muy fatigados, porque había muchos días que los habían embarcado, e aun se habían cuasi
perdido la mitad de ellos en la mar.
Otro día, domingo, día de Pascua de Resurrección, vinieron los indios de aquel pueblo e hablaron a los cristianos sin ser
entendidos; pero parecía que los amenazaban e decían que se saliesen de la tierra, e hacían ademanes e fieros; e fecho aquesto
se fueron. El día siguiente, por ver la tierra e tentar lo que era, envió el gobernador seis de caballo e cuarenta hombres
a pie, la vía del Nordeste, hasta que llegaron aquel día a una bahía que entra por la tierra, e de allí se tornaron a la gente,
y el gobernador con ellos, porque fue uno de los seis de caballo.
Otro día adelante envió el gobernador un bergantín que llevaban, para que fuese costeando la vía de la Florida e buscase un puerto que el piloto Miruelo decía que sabía, adonde llevar esta gente; el cual él erró, e no sabía adónde se estaba. E mandóle que, así buscando, atravesase
a la isla de Cuba, e fuese a la villa e puerto de la Habana en busca de otro navío que esperaban de allí, en el cual venían cuarenta hombres e doce caballos; e que si lo hallasen, que
ambos navíos tomasen en la Habana todo el bastimento que pudiesen, e lo llevasen adonde los cristianos y el gobernador quedaban. Hecho aquesto, partieron de
allí los cristianos, e fueron a dar en la bahía que es dicho que habían descubierto, e costeáronla; e habían andado cuatro
leguas dende donde partieron. E hallaron algunos indios, e tomaron tres de ellos, e mostráronles los españoles un poco de
maíz, preguntándoles dónde lo había. E aquellos indios los guiaron a un pueblo que estaba al cabo de aquella bahía, e mostráronles
un poco de maíz que allí tenían sembrado, que fue lo primero que vieron en aquella tierra. E allí hallaron unas cajas de Castilla grandes, y en cada una de ellas un hombre muerto, e cubiertos los cuerpos con unos cueros pintados; e parecióles al comisario
e frailes que aquéllos eran idólatras, e los hizo el gobernador quemar. Asimismo se hallaron pedazos de zapatos e lienzo,
e de paño e hierro alguno; e preguntados los indios, dijeron por señas que lo habían hallado en un navío que se había perdido
en aquella costa e bahía. E mostróles un poco de oro, e dijeron que en aquella tierra no lo había, sino lejos de allí, en
la provincia que dicen Apalache, en la cual había mucho oro en gran cantidad, según ellos daban a entender por sus señas; e todo cuanto les mostraban a aquellos
indios, que a ellos les parecía que los cristianos tenían en algo, decían que de aquello había mucho en Apalache. Con esta simple información se partieron de allí, llevando consigo aquellos indios; e diez o doce leguas de allí hallaron
hasta doce o quince casas, adonde había maíz, y estuvieron dos días sin que se viese indio alguno. E acordaron de se tornar adonde habían dejado al contador e la otra
gente con los navíos; e llegados, les hicieron relación de lo que habían hallado por la tierra, que no era más de lo que está
dicho.
Otro día, primero día de mayo, el gobernador hizo juntar los oficiales del Rey e al comisario; e por auto ante un escribano,
les dijo que tenía voluntad de entrar la tierra adentro, e que los navíos se fuesen por la costa, e pidióles sobre esto su
parecer. Y el tesorero Cabeza de Vaca le dijo que le parecía que no debía desamparar los navíos, sin los dejar primero en puerto e poblado; e que hecho aquesto,
podría el gobernador e los que mandase, entrar la tierra adentro, e ternían lugar e parte señalada adonde pudiesen volver
a buscar la gente cuando conviniese; e que por muchas causas, le parecía que no debía entrar la tierra adentro, porque aquella
tierra por donde había entrado por la información de los indios, demás de lo que los cristianos habían visto, era tierra pobre
e sin gente; e también porque esperaban el bergantín e navío que es dicho que atendían con bastimento de la Habana, y aun porque los pilotos no sabían ni alcanzaban a entender en qué parte estaban; e por otras causas que al tesorero le
parecían justas, dijo que aquello que el gobernador hacía no se debía de hacer.
El comisario dijo que su parecer era que entrasen la tierra adentro, yendo cerca de la costa hasta llegar al puerto que los
pilotos decían que estaría quince leguas de allí, la vía de Pánuco, e que no podrían pasar sin tocar en él, porque entraba la tierra adentro doce leguas, e que allí esperarían a los navíos
e los navíos esperarían a ellos; e que no se debían tornar a embarcar, porque sería tentar a Dios, pues en su viaje tantas
fortunas e trabajos habían padecido hasta llegar allí.
El contador y el veedor se conformaron con el comisario, y el gobernador determinó de hacerlo así; pero el tesorero, vista
su voluntad, le requirió muchas veces que no entrase, por las causas que había dicho e otras que acrecentaba en sus requirimientos,
ni desamparase los navíos e gente que en ellos quedaba, sin que primero quedasen en puerto conocido e poblado, e que después
hiciese lo que le pareciese; e así lo pidió por testimonio al escribano que estaba presente. Mas el gobernador replicó que
porque allí no había puerto ni disposición para poblar, por la esterilidad de la tierra, que mudaba aquel pueblo que había
asentado, e iba en busca de puerto e tierra para poblar, e dijo que así lo pedía por testimonio. E luego mandó que toda la
gente se apercibiese para ir con él, e que los navíos se proveyesen de lo que habían menester. E otro día partieron de allí,
llevando cuarenta de caballo e doscientos e sesenta hombres a pie. E fueron con él los dichos oficiales y el comisario e otros
frailes, y entraron la tierra adentro, e anduvieron quince días con una libra de pan e media de tocino de ración, hasta que
llegaron a un río, que pasaron a nado; e pasado, salieron a ellos doscientos indios, con los cuales pelearon, e prendieron
cinco o seis de ellos, los cuales los llevaron a sus casas, que eran cerca de allí, donde hallaron mucho maíz en el campo, que estaba ya para comer. E otro día los oficiales e los frailes rogaron al gobernador que enviase a reconocer
la mar e puerto, si lo había; y él mandó al tesorero e Alonso del Castillo que fuesen con cuarenta hombres, e así fueron a pie, porque no podían llevar caballos, e anduvieron por unos bajos de la
costa de la mar, por ostiares, obra de dos leguas, e llegaron a dar por do pasaba el río que habían pasado el día antes dentro
de tierra; e porque era hondo, no le pudieron pasar
e se tornaron al
real.
El día siguiente mandó el gobernador a un capitán que con seis de caballo e cuarenta hombres a pie pasase el río por donde
habían venido, e reconociese aquel ancón e viese si había puerto, e así lo hizo; e halló que era bajo e no podían entrar allí
navíos. E fecha la relación, se partieron de allí en demanda de aquella provincia llamada Apalache, llevando consigo por guía los indios que habían tomado. E anduvieron hasta otro día después de Sanct Joan de junio, que
llegaron a Apalache, que era la cosa del mundo que más deseaban, así por el largo camino, como por la mucha necesidad de los bastimentos; porque
aunque en algunas partes hallaban maíz por la tierra, muchas veces caminaban cuatro o cinco jornadas sin lo hallar, e demás desto por el mucho oro que decían había
en aquella provincia. E cuando llegaron al pueblo, acometieron los españoles con mucho denuedo para entrar en él, pero no
hallaron quien se lo resistiese; e tomaron las mujeres e los muchachos, e no había hombres, que todos estaban fuera. Había
en aquella población cuarenta casas pequeñas e muy abrigadas, por el mucho frío e tempestades que en aquella tierra hace.
Hallaron muchos cueros de venados e algunas mantas de hilo basto. Había gran cantidad de maizales en el campo, e mucho maíz seco en el pueblo. La tierra por donde pasaron estos españoles es llana e arenales tiesos, e de muchos pinares, aunque ralos
e apartados unos pinos de otros. Hay muchas lagunas e muy muchos venados por toda la tierra, por las muchas arboledas e árboles caídos a causa de las grandes tormentas e huracanes que muy a menudo en aquella región ocurren, e así vieron muchos árboles rajados de alto a bajo de los rayos que caen; y en todo el camino, después que pasaron el río que es dicho, no hallaron gente
que los osase esperar.
A cabo de dos días que estaban en Apalache, vinieron los indios de paces, y el cacique con ellos, e pidieron sus mujeres e hijos, e diéronselos todos. El gobernador
tuvo consigo al cacique; pero otro día adelante acometieron e llegaron a poner fuego a los buhíos donde los cristianos estaban,
e serían hasta doscientos indios; mas como los españoles estaban en vela, salieron presto e osadamente a ellos, e acogiéronse
al monte e a las sierras e no pudieron tomar a ninguno; pero matáronles dos o tres dellos. Luego otro día vinieron otros doscientos
indios por otra parte e de otros pueblos e gente, e salieron asimismo a ellos los cristianos, e asimismo se acogieron e huyeron
como los primeros.
En este pueblo estuvieron el gobernador e los españoles veinte e seis días, en los cuales hicieron tres entradas la tierra
adentro, e todo lo que vieron della hallaron muy pobre e de poca gente, e de muy malos pasos e lagunas, e boscajes de árboles muy espesos. E preguntando al cacique e a otros indios que de atrás traían (cerca de allí) por la tierra e pueblos dellos,
dijeron que todo era de menos gente e comida que aquella donde estaban, e que aquélla era la más principal cosa que en aquella
tierra hay, e que adelante hay muchos despoblados e ciénegas e lagunas, e muy grandes boscajes. Preguntáronles si hacia la
mar había pueblos e gente; dijeron que a ocho jornadas de allí había un pueblo que se dice Aute, que eran amigos suyos, e que tenían mucho maíz e fésoles, e que estaba cerca de la mar. E con esto que les dijeron, e con haber visto, en las entradas que hicieron, que
la tierra en que estaban no era tal como les habían dicho, e que era sin ninguna esperanza de hallar adelante mejor cosa,
e que allí donde estaba les habían comenzado a herir la gente e hacerles guerra, e que les habían muerto a un cacique de los
que los frailes traían de la Nueva España, e les hirieron a otros compañeros yendo a beber, y estaban metidos en las lagunas y espesura grande de aquellos boscajes,
e dende allí flechaban a cuantos allá iban, acordaron los españoles, en fin de los veinte e seis días, de se partir para Aute.
¿Paréceos, lector, que es buen pasatiempo el que estos pecadores cristianos traían? Querría yo que me dijesen qué les predicaron
esos frailes e Pánfilo de Narváez a aquellos españoles que tan ciegos se fueron, dejando sus patrias tras falsas palabras. Y por muchos que mueren, nunca escarmientan.
¿Quién los había certificado haber visto aquel oro que buscaban? ¿Qué pilotos llevaban tan expertos en la navegación, pues
que ni conocieron la tierra, ni supieron dar razón de dónde estaban? ¿E qué guías e qué intérpretes llevaron? ¡Oh temerario
desatino! ¿Qué mayor crimen puede cometer un caudillo que conducir gente a tierra que ni él ni otro de su hueste haya estado
en ella? Bien creo yo que se acordó Pánfilo, e más de una vez, de aquel consejo que yo le daba en Toledo. En verdad que yo estoy muchas veces maravillado e aun enojado destos capitanes, viendo que por una parte son astutos e mañosos
e valientes varones, e por otra, aunque han visto muchas cabezas ajenas quebradas, en quien podrían haber escarmentado, no
temen ni escarmientan de peligro alguno. ¡Y pluguiese a Dios que los que así padecen, con solas sus vidas pagasen, sin que
las ánimas recibiesen detrimento! Pero yo dudo de la salvación de las más, porque ha días que vivo en estas Indias y he visto que se fundan, por la mayor parte, en esta maldita codicia, posponiendo todos los escrúpulos que a sus conciencias
serían provechosos e dignos de aceptar. Pues como en el proemio le loé yo a Pánfilo de diestro soldado e después capitán, razón es que dé cuenta de él de mí en este caso. Digo que yo he visto muy valientes
hombres con la lanza o espada en la mano, que quitados de allí, son de ningún gobierno, y sabría mostrar algunos con el dedo.
El pelear es lo de menos, porque rarísimos son los hombres de vergüenza que no peleen cuando conviene a su honra; e más capitanes
hay que sepan pelear e mandar a pocos, que gobernar un ejército; e más capitanes son los que hay para mandados que para saber
mandar. Pánfilo, en tanto que le mandó a él Diego Velázquez, dentro en la isla de Cuba, supo servir e hacer lo que le mandaron. Cuando salió de allí e fue a la Nueva España, en el libro XXXIII se puede ver el recaudo que se dio, y en este XXXV leeréis cómo acabó su gobernación.
Pasemos a lo demás: que es cosa que aunque no tiene remedio ni enmienda, tiene alguna parte de aviso, o le causará esta relación,
para los venideros capitanes e gobernadores e gobernados, si no se quisieren engañar ellos mesmos cerrando los ojos al entendimiento;
pues en este tratado hallarán de qué temer e de qué se deban recelar los que nuevas empresas de aquéstas toman, pues cada
día veo que las procuran e traen hombres al carnero, sin saber dónde los llevan, ni ellos adónde se van ni a quién siguen.
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Capítulo II
En el cual se tratan muchos trabajos e necesidades que el gobernador Pánfilo de Narváez y estas gentes padecieron; e cómo hicieron cinco barcas para ir a buscar dónde pudiesen poblar; e cómo hirieron al gobernador
de una pedrada; e cómo se vieron martas de muy finas cebellinas; e cómo se partió e desvió de la compañía el gobernador con
su barca, e se perdieron las dos de ellas e se ahogaron el veedor e otros; e cuéntanse otras cosas de mucha lástima.
De suso, en el capítulo precedente, se ha dicho cómo esta gente se determinó de partirse para Aute, e así lo pusieron en obra. E dende que salieron de Apalache, anduvieron ocho o nueve días hasta que llegaron en Aute. Y en los malos pasos e lagunas que hallaron, los indios dieron con ellos, e les hirieron cinco o seis españoles e algunos
caballos, e les mataron un español. Llegados en Aute, hallaron quemadas todas las casas, e muchos maizales que estaban ya para comer, también los habían quemado. E dende a dos días, el gobernador mandó al tesorero Cabeza de Vaca, e a Andrés Dorantes, e a Alonso del Castillo, que con nueve de caballo e cincuenta hombres a pie, fuesen en busca de la mar, y él quedó con la otra gente allí, porque
mucha parte de los cristianos estaban enfermos, e cada día adolecían más. E así partieron estos hidalgos con la compañía que
es dicho, e llevaron consigo al comisario.
Bien es de creer que este padre reverendo ya se contentara con la celda que dejó en España, por venir a buscar a estas partes estos gremiales o mitras que les hacen perder el tiempo e las vidas a algunos dellos;
e aun los que
han servido a Dios, olvidan, después que se encasquetan, esas dignidades que los menos dellos consiguen. Y pluguiese a Dios
que no se aventurasen en ello las ánimas, non obstante que los que se mueven sin esos intereses o ambición o deseo de prelacías,
sino solamente por más servir a Dios en la conversión de estos indios, honesto e meritorio e santo deseo es, y estos tales
son los que acá hacen fruto; pero los demás remédielos Dios.
Aquel día que de allí partieron, llegaron a unos bajos de la mar, adonde estuvieron aquella noche; e otro día de mañana enviaron
veinte hombres a reconocer la costa, e dijeron que no la habían podido ver, porque estaba lejos, e con esto se volvieron al
real, donde hallaron al gobernador, y el contador y el veedor caídos malos, e otros muchos. E después que allí reposaron un
día, se partieron otro adelante para aquel lugar do habían descubierto o hallado la mar, llevando consigo todo el maíz que pudieron; e llegaron con mucho trabajo, porque no podían valerse con los dolientes, que eran muchos. E allí estuvieron
dos días buscando e pensando qué manera ternían para salvar las vidas e salir de aquella tierra, pues pensar de hacer navíos
en que fuesen, parecíales cosa imposible, porque no tenían clavazón ni estopa, ni pez, ni otras cosas que para ello eran necesarias.
E como ya la necesidad los tenía en aquel extremo, deshicieron los estribos de los caballos, e los frenos y espuelas, para
hacer herramientas, e hicieron unos cañutos de palo, e con cueros de venados hicieron unos fuelles, e de las cosas que es
dicho, hicieron herramientas. E porque la gente estaba flaca e no podían trabajar, mataban, de tercer a tercer día, un caballo,
que repartían e comían los que trabajaban e los dolientes. E así, por comer de aquella carne, trabajaban otros. Y en cuatro
o cinco entradas que hicieron los de caballo e la gente más recia en Aute, trujeron mucho maíz, que bastó para comer en tanto que allí estuvieron, e aun para llevar. E así comenzaron a hacer barcas a cuatro días andados
del mes de agosto, e las calafatearon con chapas de palmitos, e dellos hicieron cuerdas, e las brearon con brea que hicieron
de pinos, que hay muchos; e de las camisas hicieron velas, e de los cueros de las piernas de los caballos hicieron botas para
llevar agua. En tanto que las barcas se hacían, les mataron los indios diez cristianos que andaban pescando por aquellos bajos
de la costa, a vista del real, sin los poder socorrer, pasados de parte a parte con las flechas.
Dende donde dejaron las naos hasta donde se hicieron estas barcas, y en todo lo que anduvieron estos cristianos, habrá hasta
doscientas ochenta leguas, poco más o menos (al parecer de los más que lo anduvieron) y en toda aquella tierra no vieron sierra
ni tuvieron noticia de ella. La gente es muy grande, de buenos gestos e gentil disposición, e son todos flecheros e muy grandes
punteros, e los arcos de diez e doce palmos luengos, e tan gruesos cuasi como la muñeca del brazo (en las manijas e cerca
dellas) e muy recísimos e de linda madera; y es cosa para espantar, e no creedera sin lo ver, lo que pasan las flechas.
Acabáronse cinco barcas a veinte días del mes de septiembre, las cuales eran de veinte e dos codos de luengo; e muriéronseles
allí cuarenta hombres, pocos más o menos, de dolencias. Destas barcas tomó el gobernador una para sí e para cuarenta e ocho
hombres, e dio otra al contador e a los frailes con cuarenta e siete hombres, e al tesorero e al veedor otra con cuarenta
e ocho hombres; e al capitán Téllez, e a Peñalosa, e Alonso del Castillo e Andrés Dorantes dio las otras dos, y en cada una de ellas iban otros cuarenta e ocho hombres. Acabados de comer los caballos, se embarcaron
a veinte e dos días del mes de septiembre. E como las barcas eran pequeñas, con los bastimentos e ropas e armas iban muy cargadas,
e no llevaban fuera del agua más de un jeme; e así anduvieron siete días por aquellos bajos, hasta que esta infelice gente
llegó a una isleta pequeña que está cerca de la Tierra Firme, y en ella hallaron unos ranchos, e tomaron allí cinco canoas. E aquel día salieron a la costa, que hasta estonces no la
habían visto; e allí pararon las barcas, e con las canoas echaron falcas, e crecieron e subieron dos palmos más las barcas
fuera sobre el agua, e siguieron su viaje. Hecho aquesto, entrando en muchos ancones que por la costa topaban, y en los bajos
que hallaban, siempre la tierra les salía adelante, yendo así navegando sin saber adónde iban.
Una noche les salió una canoa a ellos e los fue siguiendo un rato, e volvieron a ella por le hablar, e no quiso atender; e
como son navíos muy ligeros, fuéronse los de la canoa, e los cristianos siguieron su camino primero. Otro día por la mañana
les tomó una tormenta, e surgieron en una isla, e no hallaron agua en ella, de la cual tenían falta grande. E allí estuvieron
tres días, e como había cinco que no bebían, bebieron algunos agua salada e mucha, e muriéronse por ello cinco o seis hombres
de súbito. E visto que la sed era incomportable, e aunque la tormenta no era amansada, acordaron de ir hacia aquella parte
donde habían visto ir la canoa que se ha dicho, encomendándose a Dios e poniéndose en notorio peligro de la muerte. E atravesaron;
e al tiempo que el sol se ponía, llegaron a una punta que hacía allí abrigo e menos mar; e salieron allí a ellos unas canoas
e los hablaron, e fueron siguiéndolos bien una legua hasta donde tenían sus casas, a la lengua o costa del agua, e delante
dellas tenían muchos cántaros e ollas llenas de agua, e mucho pescado. E así como el gobernador saltó en tierra, salió a él
el cacique, e lo llevó a su casa, e le ofreció el pescado e agua que allí tenía, en recompensa de lo cual los cristianos le
dieron cuentas e cascabeles e del maíz que llevaban en las barcas.
E aquella misma noche, estando el cacique con el gobernador, dieron muchos indios sobre los cristianos, e mataron tres hombres
que estaban echados en la costa enfermos, e descalabraron al gobernador de una pedrada. E los que allí se hallaron con él,
prendieron al cacique; el cual se les soltó e les dejó en las manos una manta que tenía cobijada de martas cebellinas e muy
buenas, que según dice el tesorero Cabeza de Vaca eran excelentes, las mejores que él había visto, e aun todos los otros españoles decían lo mismo, e olían a almizque, e otras
mantas tomaron de martas, pero no eran tales. E por estar el gobernador herido y enfermo, le metieron en las barcas con todos
los dolientes e flacos que había, e los indios les acometieron aquella noche tres veces, e al fin los dejaron a los cristianos;
e fueron muchos de los indios bien acuchillados, e de los españoles muchos heridos aquella noche. E allí estuvieron dos días
después, en los cuales no pudieron ver indio alguno.
De allí se partieron en sus barcas, e dende a tres o cuatro días llegaron a entrar por unos esteros, e toparon una canoa con
unos indios, e pidiéronles agua; e diéronles una vasija en que la trujesen, e fueron con ellos dos cristianos, e los indios
que por rehenes habían quedado en las barcas, quisiéronse echar al agua e prendiéronlos. E otro día de mañana comenzaron a
venir canoas, e los cristianos salieron de los esteros a la mar, y en poco más tiempo de una hora estaban ya veinte canoas,
e tres o cuatro señores principales indios en ellas, e traían cubiertas unas mantas de aquellas muy finas martas cebellinas,
e los cabellos largos e sueltos. E pidieron los indios que tenían los cristianos, e los cristianos les pedían los dos españoles,
e los indios replicaron que fuesen con ellos a sus casas, e no lo quisieron hacer, porque la tierra era muy anegada e de muchos
esteros. E como no les quisieron dar los indios, pues no tornaban los cristianos, comenzaron los indios a tirar varas e algunas
flechas; e así pasaron con ellos una refriega hasta que los dejaron.
E se fueron adelante los nuestros e anduvieron otros dos días, al cabo de los cuales la barca en que iba el tesorero llegó
a una punta que hacía la costa, e detrás della había un río que venía de avenida, muy crecido e grande; e un poco más atrás,
la barca del gobernador e las otras surgieron en unas islas que estaban allí cerca; y el tesorero fue a ellos e les dijo cómo
había descubierto aquel río. E porque allí no habían hallado leña para tostar maíz, e había dos días que lo comían crudo, acordaron de se ir a meter en aquel río, del cual en la mar se cogió agua dulce. E
yendo cerca de él, en el embocamiento la corriente grande de él no les dejaba tomar la tierra, e trabajando por la tomar,
saltó el viento en el Norte, e con él e con la mucha corriente los metió más en la mar. E navegaron aquella noche e otro día
siguiente hasta la noche, que se hallaron en tres brazas de hondo, e por haber visto aquella tarde muchas ahumadas por la
costa, no osaban salir en tierra de noche; e surgieron, e como la corriente fue mucha e no tenían anclas, sino unas botalas
de piedra, las corrientes los sacaron a la mar aquella noche, e cuando comenzó a ser de día, no vieron la tierra ni ninguna
barca vido a otra. E así el tesorero Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que es el que esto cuenta, siguió su viaje; e a hora de mediodía vido dos barcas de ellas, e llegado a la primera, conoció
que era la del gobernador, e hubieron habla, y el gobernador le pidió al tesorero su parecer acerca de lo que se debía hacer.
El cual le dijo que recogiese la otra barca que parecía, e que todas tres juntas irían donde mandase; y él respondió que quería
tomar la tierra a fuerza de remos, e que así lo hiciese el tesorero con su barca. E así le fue siguiendo obra de legua y media,
e como la gente iba flaca e cansada, e había tres días que no comían sino maíz crudo, e un puño dello por ración, no pudieron tener con la del gobernador, que andaba más y era más ligera, e iba menos
embarazada. Y el tesorero rogó al gobernador que le hiciese dar un cabo a su barca, y él dijo que no lo podía hacer: que hiciese
lo que pudiese,
que no era tiempo de aguardar a nadie, sino que cada uno procurase de escapar la vida. No lo dijo así aquel memorable conde
de Niebla, don Enrique de Guzmán, que por recoger a otros, recogiéndolos en su barca, se hinchó de tantos, que él y ellos se ahogaron en Gibraltar; pero el tesorero e los que iban con él, no le pedían a Narváez que los tomase en su barca, sino que les diese un cabo de una cuerda para que su barca ayudase a andar a la otra: que ya
que se le diera, estaba en su mano soltarle cuando quisiera, conviniéndole.
Tornando a la historia, oída la impiadosa respuesta del gobernador Pánfilo, el tesorero le siguió un rato hasta que se perdió de vista; y estonces el tesorero arribó sobre la otra barca que iba metida
en la mar, la cual aguardó, y era la que llevaba Peñalosa y el capitán Téllez. E así juntas estas dos barcas, navegaron tres horas hasta la noche, e con la gran hambre que llevaban, e con haberse mojado
la noche antes con las olas de la mar, iba toda la gente caída, e no había cinco hombres diestros. E así pasaron aquella noche,
e al cuarto del alba el maestre de la barca del tesorero echó la sonda, e halló siete brazas de fondo; e porque la reventazón
era muy grande de las ondas, se tuvieron a la mar hasta que amaneció, e se hallaron a una legua de tierra; e pusieron la proa
en ella, e plugo a Dios que salieron en salvo.
E luego el tesorero envió un hombre a unos árboles que se parecían, para que dende encima dellos viese la tierra, e volvió e dijo que estaban en isla. E luego volvió a atalayar
si vería algún camino o vela, e tornó en la tarde e dijo que había hallado e traía un poco de pez, e tras él venían tres indios,
e tras aquellos otros doscientos, todos flecheros; e tenían las orejas horadadas e por ellas metidos unos cañutos de cañas.
Y el tesorero y el veedor salieron a ellos e los llamaron, y ellos vinieron, e les dieron los cristianos de los rescates que
llevaban, e cada uno de los indios dio una flecha en señal de amistad, e dijeron por señas que otro día, en saliendo el sol,
les traerían de comer a los cristianos. E así lo hicieron; porque luego otro día por la mañana volvieron e trujeron pescado
e unas raíces de las que ellos comían, e otro día siguiente hicieron lo mismo. E allí se proveyeron de agua e se embarcaron
para seguir su camino. E para echar la barca al agua, se desnudaron, e yendo así metiéndola a la mar, les dio un golpe de
agua por la proa e mojó la una banda por donde iban remando, e con el agua y el frío soltaron los remos, e atravesóse la barca;
e dióles luego una ola otro golpe de mar e trastornóla, y el veedor e otros dos se asieron a ella, e los tomó debajo e los
anegó, e los demás escaparon en cueros, sin salvar cosa alguna de cuanto llevaban. Y estuvieron aquel día en la costa con
muy grandísimo frío, hasta la tarde, que tornaron los indios a verlos, e como los hallaron así, comenzaron a llorar con los
cristianos, como quien se dolía de su trabajo; e así el tesorero les rogó que los llevasen a sus casas; y ellos lo hicieron,
a do estuvieron aquella noche. E otro día de mañana les dijeron los indios que había otros como los cristianos cerca de allí,
por lo cual el tesorero envió dos hombres a saber quién eran, e hallaron que era Alonso del Castillo e Andrés Dorantes e toda la gente que en su barca iban, la cual asimesmo había dado al través en la misma isla a cinco de noviembre, e la del
tesorero había salido otro día adelante a la costa. Los cuales partieron con el tesorero e su compañía de la ropa e comida,
que era bien poca.
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Capítulo III
En que se tratan otros nuevos trabajos de aquesta gente, e cómo se perdió el capitán Pánfilo de Narváez, e cómo estos pecadores españoles vinieron a tanta necesidad, que entre ellos hubo de comida, que los unos fueron manjar
de los otros; e otras desaventuras se cuentan nunca oídas ni padecidas, ni tan largas e continuas como aquesta gente tuvo,
con que los más o cuasi todos se acabaron.
Cuando el tesorero Cabeza de Vaca e los de su barca se juntaron con los de la otra que también había dado al través, según se dijo en el capítulo precedente,
acordaron de adobar su barca e irse en ella; e puesto en obra, lo mejor que pudieron la adobaron y echaron al agua; pero no
se pudieron sostener en ella, de broma e otras faltas, e así hubieron de dar en ella al través, e acordaron de invernar en
aquella isla por no poder hacer otra cosa. Y enviaron a un hidalgo llamado Figueroa, e con él otros tres cristianos e a un indio, para que se fuesen a Pánuco (creyendo que estaban cerca de Pánuco) e que diesen aviso de dónde e cómo quedaban esotros; pero a cabo de cinco o seis días se les comenzó a morir la gente, e
fue tanta la hambre, que se comieron cinco hombres unos a otros. Dio asimismo una dolencia de estómago en los naturales de
la tierra, que se murieron la mitad dellos, e viendo esto los indios, tenían pensado de matar esos pocos cristianos que quedaban
vivos, e decían que ellos les habían llevado aquel mal e pestilencia a la tierra. E quiso Dios que un principal de ellos dijo
que no se había de hacer así, ni debían creer que aquellos cristianos les habían traído tal enfermedad, pues vían que ellos
también se habían muerto e no quedaban sino muy pocos, e que si los cristianos hubieran llevado aquel mal, que no se habían
de morir. Así, por esto que dijo aquel principal, dejaron de matar a los cristianos.
Según ellos estaban, más crueldad fue para los españoles dejarlos vivos e no matarlos, que no conservarlos con esa piedad
en tanta penitencia e hambre e suplicio, pues que se estaban dos o tres días sin comer bocado. E a causa de estar todos enfermos
e morirse como se morían los naturales, acordaron de se pasar a la Tierra Firme, a unos anegadizos e paludes a comer ostiones, los cuales comen tres o cuatro meses del año los indios, sin comer otra cosa
alguna; e padecen mucha hambre, e grandísimo trabajo en se defender, de día e de noche, de los mosquitos: que hay tantos,
que es cosa incomportable sufrirlos. E no tienen leña ni agua, sino salobre; e otros cuatro meses del año comen hierbas del
campo e zarzamoras; e dos meses otros chupan unas raíces, e comen unas arañas muy grandes, e lagartijas e culebras e ratones,
puesto que algunas veces tienen venados, e otros dos meses comen pescado que matan en canoas; e otras raíces comen que son
como turmas de tierra, que sacan del agua. Aquella gente es muy bien dispuesta, e las mujeres son de grandísimo trabajo.
A Alonso del Castillo e Andrés Dorantes, los indios los pasaron consigo a la Tierra Firme a comer de aquellos ostiones, donde estuvieron hasta en fin del mes de marzo, año de mil e quinientos e veinte y nueve, que
se volvieron a la misma isla, e recogieron los cristianos que hallaron vivos, que ya no eran más de catorce, e dejaron allí
dos, porque estaban flaquísimos e sin ninguna fuerza. Y el tesorero Cabeza de Vaca estaba en la otra parte de la tierra, muy doliente e sin esperanza de vivir, y ellos pasaron al ancón e se vinieron al luengo
de la costa; y el tesorero se quedó, allí do estaba, cinco años e medio, cavando dende la mañana hasta la noche, sacando raíces
con una coa o palo que usan los indios para aquello, debajo de tierra e debajo del agua, e trayendo cada día una carga o dos
de leña a cuestas sobre la carne e carona de ella, sin tener ropa alguna, sino como salvaje o indio. E así los servía a los
indios en el ejercicio ya dicho, y en las otras cosas que le mandaban, e de llevarles la casa o su hato a cuestas; porque
de tres a cuatro días se mudan, porque es así su costumbre, e no tienen asiento propio por la mucha hambre que tienen por
toda aquella tierra, buscando raíces; e no comen poco ni mucho de maíz, ni lo alcanzan, ni se siembra cosa alguna desta vida. La tierra es muy sana e templada, salvo cuando vienta el Norte por
invierno, que aún los pescados se hielan, dentro de la mar, de frío.
Andrés Dorantes dijo que vido nevar e apedrear juntamente en un día, e que es tan grande la hambre que allí se padece, cuanto se puede encarecer,
e que adelante la hallaron mayor. E dice que esta gente siente más el morir que todas las que él había visto, e que así los
lloraban a los difuntos con mucho dolor e atención.
Visto el trabajo ser tan grande y excesivo, comenzó este caballero a contratar, entre ellos, e a traerles de otras partes
lo que ellos no alcanzaban e habían menester; y entendiendo en esto, entró algunas veces la tierra adentro, e fue por el luengo
de la costa cuarenta leguas adelante; e pasó, tres veces que fue, un ancón, el cual dice que cree que, por las señas de él,
es el que llaman del Espíritu Santo. E dos veces volvió aquellas cuarenta leguas por traer un cristiano que había quedado
vivo de los dos que habían dejado Castillo y Dorantes allí muy flacos, cuando se partieron de la isla, que el otro ya era muerto; e lo sacaron la postrera vez, e lo trujo desotra
parte del dicho ancón del Espíritu Santo, diez leguas adelante, a otros indios que tenían guerra con los que habían pasado
del Espíritu Santo; los cuales les dijeron sus nombres, e que habían muerto otros tres o cuatro cristianos, e que los demás
se habían muerto allí cerca de hambre e de frío todos, e que los que eran vivos, estaban muy maltratados. E dijéronles muchas
malas nuevas, junto con esto, a estos dos cristianos (digo a este Dorantes e al compañero que había cobrado) e les ponían flechas en el corazón, e los amenazaban que los habían de matar; e de miedo
desto, el otro cristiano se tornó atrás, e dejó al Dorantes, que no le pudo detener. E
dende a dos o tres días que allí quedó, se partió de allí escondidamente, e topó con dos indios que lo llevaron adonde estaban
Dorantes e Alonso del Castillo.
Llegado, pues, Andrés Dorantes adonde estaban estos dos cristianos e los que más se dirán, aguardó allí a un indio suyo; e primero día de abril se partieron
de allí el dicho Andrés Dorantes e Alonso del Castillo e Diego Dorantes e Pedro Valdivieso; y el Asturiano, clérigo, e un negro estaban en una isla, atrás de donde perdieron las barcas, adonde se habían pasado por la mucha hambre
que allí tenían, e los indios los tornaron a pasar el ancón otra vez, en una canoa, adonde habían perdido las barcas, e estaban
esos pocos cristianos que habían escapado de la hambre e frío del invierno; e allí tornaron otros seis. Así que eran ya doce
cristianos por todos. E quedáronse en la isla dos que por flaqueza no los pudieron llevar, e Cabeza de Vaca e otro cristiano que estaban más adentro, que no los pudieron haber para traellos. E los indios los fueron a pasar otro ancón
por ciertas cosas que les dieron. E de allí anduvieron dos leguas hasta un río grande, que comenzaba a crecer por avenidas
e lluvias, e allí hicieron balsas, en que pasaron con mucho trabajo, porque había entre ellos pocos nadadores. E dende allí
fueron tres leguas hasta otro río que venía muy poderoso e avenido, e con tanta furia que salía el agua dulce muy gran rato
en la mar. E allí se hicieron asimismo unas balsas, e le pasaron en ellas; e la primera pasó bien, porque se ayudaban, e la
segunda los sacó a la mar, porque como venían flacos e cansados del trabajoso invierno pasado e del camino, e no comían otra
cosa sino una hierba que llaman pedrera (que había mucha por la costa) de la cual en España hacen vidro, e unos cangrejos que crían en cuevas en la costa, e no tienen casi otra cosa sino la cáscara, no tuvieron fuerza,
los que en aquella balsa iban, para salir en salvo; e allí se ahogaron dos hombres, e otros dos salieron a nado, e la balsa
salió con la corriente a la mar más de una legua, con un hombre asido a ella; e como se vido fuera de la corriente, se subió
encima e hizo vela de su propria persona, y el viento era de la mar e lo tornó a echar en tierra, y escapó.
No quedaban ya sino diez de los doce que es dicho que habían salido, e allí hallaron otro cristiano, que también se fue con
ellos. E desque hubieron andado tres o cuatro leguas, toparon otro río, e allí hallaron otra barca de las cinco suyas, que
conocieron ser la en que iba el contador Alonso Enríquez y el comisario; pero no supieron qué se había hecho la gente della. E anduvieron otras cinco o seis leguas hasta otro río
grande, en que estaban dos ranchos de indios, los cuales huyeron; e de la otra parte del río pasaron indios a los cristianos
e los conocieron, porque por allí habían visto ya a los de la barca del gobernador e de la barca de Alonso Enríquez; e asegurándose, pasáronlos en una canoa el río. Lleváronlos a sus casas, en las cuales ninguna cosa tenían que comer; pero
diéronles un poco de pescado, con que pasaron esa noche.
El día siguiente se partieron de allí, e al cuarto día llegaron a un ancón, habiéndoseles muerto en el camino dos hombres
de hambre e de cansados; por manera que ya no quedaban sino nueve personas. Este ancón era ancho, e tenía casi una legua de
través, e hace una punta hacia la parte de Pánuco, que sale a la mar casi un cuarto de legua, con unos mogotes de arena blanca e grandes, que de razón se deben de parecer
dende lejos en la mar, e por esto sospecharon que debe ser el río del Espíritu Santo. E allí se vieron muy fatigados, por
no poder hallar manera para pasar; pero en fin hallaron una canoa quebrada, e aderezáronla lo mejor que pudieron, y en dos
días que estuvieron allí, pasaron el ancón, e fuéronse su camino muy fatigados de la hambre, e los más iban hinchados de las
hierbas que comían; e llegaron con mucho trabajo hasta un ancón pequeño, que estaba doce leguas adelante. Este ancón tenía
poca traviesa, que no era sino como un río en la anchura, e allí pararon el día que llegaron; e otro día siguiente vieron,
de la otra parte, un indio, pero aunque le llamaron, no quiso venir, e se fue; e volvió a la tarde e trujo consigo un cristiano,
que se llamaba Figueroa, y era uno de los cuatro que habían enviado el invierno pasado a ver si podían aportar a tierra de cristianos, como ya queda
dicho. E luego pasaron el indio y el cristiano donde los nueve estaban; e allí les dijo cómo los otros tres compañeros se
habían muerto, los dos de hambre, y el otro habían matado los indios; e les dijo cómo había topado con un cristiano que llamaban
Esquivel, que solo había escapado de las dos barcas del gobernador e de Alonso Enríquez, comiendo carne de los que se morían, e que todos los demás eran muertos de hambre, e algunos dellos comiéndose unos a otros;
e que la barca de Alonso Enríquez había dado al través donde estos otros la habían hallado, como queda dicho. E que viniéndose la costa adelante, topó el gobernador
con ellos, que aún venía en su barca por la mar; e como los vido, determinó de echar toda su gente en tierra para que se fuesen
junto con la costa, porque la barca fuese más ligera, e porque ellos iban fatigados de la mar, e no llevaban cosa alguna que
comer, e que él se había quedado en la barca a vista de ellos, para cuando hubiese algún ancón o río, pasarlos a todos en
la barca. E que así llegaron al ancón que es dicho que creían que es el del Espíritu Santo; e allí el gobernador pasó la gente
toda de la otra parte del ancón, y él se quedó en la barca, que no quiso saltar en tierra, e quedaron solamente con él un
piloto que se llamaba Antón Pérez, e un paje suyo que se decía Campo; e que así como anocheció, vino un norte muy recio que los llevó a la mar, que nunca más se supo de ellos; e que el gobernador
iba muy flaco y enfermo e lleno de lepra, e los que con él iban, no estaban muy recios, por lo cual es de creer que la mar
los comió; e que toda la gente que allí habían quedado, se habían entrado por ciertos paludes e anegadizos que allí había,
e por la tierra adentro, como gente sin remedio, donde todos murieron aquel invierno pasado de hambre e de frío, e comiéndose
algunos dellos a los otros, como es dicho. E no les supo decir otra cosa sino que el Esquivel andaba por allí, que lo tenían unos indios, e que podría ser que presto lo viesen; pero dende ahí a un mes, poco más o menos,
se supo que los indios con quien estaba, le habían muerto porque se había ido dellos, e que salieron tras él e que lo mataron.
Allí estuvieron con este cristiano un rato, oyéndole estas malas nuevas que es dicho; e porque el indio con quien él venía,
no le quería dejar, fuéle forzado a irse con él; e porque esotros no sabían nadar, no pudieron ir con ellos sino dos cristianos,
de los cuales el uno era un clérigo que se llamaba Asturiano, y el otro era un mancebo nadador, porque ninguno otro sabía nadar de los que quedaban. Y estos dos fueron con intención
de traer algún pescado que les dijeron que tenían, e que tornarían a pasarlos el ancón; e como los indios los vieron allá
en sus casas, no quisieron volver con ellos ni dejarlos tomar, antes mudaron sus casas en sus canoas e lleváronse los otros
dos cristianos consigo, diciéndoles que luego volverían, e que iban cerca de allí por una cierta hoja que ellos acostumbran
coger, de que hacen cierto brebaje, el cual beben caliente cuanto lo pueden sufrir. Y el uno de los dos cristianos, se tornó
otro día de mañana a decirles esto, e a les traer a esotros siete cristianos un poco de pescado que le habían dado. Y estuvieron
allí aquel día por la mucha necesidad que tenían.
Otro día siguiente vieron por la mañana dos indios, de la otra parte, que eran de un rancho e veníanse a poner allí a comer
zarzamoras, que las había en algunas partes de aquella costa, e andaban a ellas una temporada, en tanto que les turan, que
les saben muy bien, e les son bastimento que los sostiene cuando las hay. E llamáronlos, e pasaron donde estos cristianos
estaban, como a gente que los tenían en poco, e aun les tomaron parte de lo que tenían, casi por fuerza; e rogáronles que
los pasasen, e así lo hicieron en una canoa, e los llevaron a sus casas, que estaban allí junto, e aquella noche les dieron
un poco de pescado. E otro día fueron a pescar e tornaron de noche con pescado, e les dieron una parte dello; e luego otro
día siguiente se mudaron e los llevaron consigo, de manera que nunca más pudieron ver a los otros dos cristianos, que los
indios habían llevado.
¡Inmenso Dios, qué trabajos tan excesivos para tan corta vida como la del hombre! ¡Qué tormentos tan inauditos para un cuerpo
humano! ¡Qué hambres tan intolerables para una persona tan flaca! ¡Qué desaventuras tan extremadas para carne tan sensible!
¡Qué muertes tan desesperadas para un entendimiento tan razonable! ¿Con qué pagaron los capitanes e ministros destos viajes,
que tan engañados e burlados llevaron a tantos tristes a morir de tales muertes? Puédese responder que ellos los pagaron con
sus mismas codicias, que dieron crédito a sus palabras.
Ya sabemos que Pánfilo de Narváez nunca estuvo en aquella tierra a donde pensó llevar esta gente, pensando ser señor e gobernador, e paréceme que a sí solo
no supo gobernar. ¿Puede ser mayor liviandad que escuchar e seguir tales adalides? ¡Y ved qué tan diestros eran sus pilotos,
que tampoco supieron dónde iban ni dónde estaban cuando a aquella tierra pasaron!... E así acabaron los hombres de la mar
como los de la tierra con malas muertes, sin entenderse los unos ni los otros.
Morir en
una batalla muchos, o anegarse en un viaje, porque se perdió la nao, por tiempo o por otro caso fortuito donde muchos perecieron,
e con una pestilencia terrible e presta, todas estas cosas son de mucho terror y rigurosas, e infelices a los que las padecen;
mas aun en aquestos males hay alguna parte de bien, porque el que muere en la batalla o va a la guerra, si es cristiano, va
confesado, e deja hecho su testamento e ordenada su ánima, e continúa la guerra sirviendo a su príncipe; e aqueste tal puede
morir en estado e camino de salvación, pues que es mandado de su rey o señor, a quien ni puede ni debe faltar, sin caer en
vergüenza ni incurrir en culpa de mal vasallo o criado. El que se anega, como es dicho, antes que principie su navegación
ni entre en la mar, se confiesa e comulga e ordena su ánima, como católico, e después sigue su camino, si es mandado, por
cumplir con lo que debe; e si es por su motivo, si es mercader, o le conviene por otras causas justas, que tienen disculpa
honesta, aunque la muerte se atraviese, e también por buscar de comer sin perjuicio de tercero. Y si, como es dicho, la muerte
fue pestilencial e arrebatada, también da Dios en tal caso, por su clemencia, tiempo para reparar sus ánimas a los que así
mueren. Mas aquéstos sin ventura, que con tantos e tan diversos géneros de muertes padecieron, ¿qué se les puede igualar con
traerlos su mala dicha e pecados a comerse unos a otros, e a morirse rabiando de hambre e de sed, e de otras enfermedades
e trabajos, nunca por hombres padecidos ni tan continuos?
Yo os digo, caballero pobre, o hidalgo necesitado, o artesano de mal reposo, o villano mal consejado, que vosotros e todos
los que destas calidades os hallásteis en esta armada, que tenéis justa paga de vuestro mal acuerdo. Porque al pobre caballero
fuera más seguro estado el que se tenía, sirviendo a otros mayores; y al escudero ejercitándose de manera que si no le pudiera
bastar su hacienda, bastara él a ella; y al artesano no desamparar su oficio, ni al villano su arado; porque en el cavar y
en las otras labores y agricultura que dejó por venir a las Indias, había más seguridad y quietud para el cuerpo e para el ánima, que no escoger una liviandad tan notoria e peligrosa como
hicistes en seguir a Pánfilo de Narváez. De Cuba supiera él muy bien deciros lo que hay en ella e dónde anduvo; pero adonde os llevó, él no lo sabía, ni fue adonde pensaba
ir; e ya que fuera, tampoco lo había visto, ni sabía lo que era aquello que buscaba, sino que quiso dejar su reposo por mandar.
Y si a sí solo desasosegara, no fuera tan crecido el daño; pero de su invención e mal consejo os cupo tanta parte como a él,
pues ni él escapó de la muerte, ni dejó de dárosla a todos.
Hacedme ahora saber, los que habéis leído, si oísteis ni supisteis otra gente tan desdichada ni tan trabajada ni tan mal aconsejada.
Buscad esa peregrinación de Ulixes, o esa navegación de Jasón, o los trabajos de Hércoles, que todo eso es ficciones e metáforas, que entendidas como se deben entender, ni hallaréis de qué os maravillar,
ni son comparación igual con los trabajos de estos pecadores que tan infelice camino e fin hicieron. E cualquiera de todos
éstos padeció más que los tres capitanes que es dicho, aunque con ellos pongáis a Perseo con su Medusa, si por estos pasos anduvieran que éstos anduvieron. ¡Oh maldito oro! ¡Oh tesoros e ganancias de tanto peligro! ¡Oh martas
cebellinas! Bien creo yo que si al precio que éstos hubieron aquella manta (que ha dicho la historia que se le quedó a Narváez a vueltas de aquella pedrada) se alcanzasen estos enforros cotidianos que los inviernos usan los príncipes e señores principales
en Europa, que las tendrían en más; pero ésas cómpranse con dineros, y estotras con sangre e con las vidas, e aun no las pudieron sacar
ni traer de entre aquellas gentes salvajes.
Tornemos a la historia, que no habemos llegado al cabo, aunque de la gente de Narváez ya no nos quedan sino tan pocos hombres de todos cuantos llevó, como se ha dicho de suso, e como lo oiréis en el capítulo
siguiente, procediendo en la misma relación de aquel caballero Alvar Núñez Cabeza de Vaca e sus consortes.
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Capítulo IV
En el cual se cuentan otros trabajos e cautiverio que padecieron estos hidalgos Alvar Núñez Cabeza de Vaca e Andrés Dorantes e Alonso del Castillo e un negro; e cómo se juntaron todos cuatro e determinaron de morir o salir de entre aquella mala generación de indios a
buscar tierra de cristianos, e lo que les sucedió, procurando de seguir su buen deseo.
Como un capitán u hombre de reputación o persona de las que destas partes e Indias van a España (y en especial los que van a pedir gobernaciones e nuevas conquistas, e saben medianamente menear la lengua para allegar
gente) se pone a derramar palabras entre los que no lo entienden, todos los tales que le escuchan, piensan que todo cuanto
acá hay, sin que quede isla ni palmo ni rincón de la Tierra Firme e de las Indias, lo sabe e lo ha visto y andado, y lo tiene muy bien entendido (e aun no dejan esos tales predicadores de hablar en todo),
o aquellos indoctos oyentes se les figura y creen que las Indias serán como un reino de Portugal o de Navarra, o a lo menos una cosa recogida e breve terreno, donde todos los que acá están saben los unos de los otros, e se pueden comunicar
con la facilidad que dende Córdoba a Granada o Sevilla, o cuando más lejos, dende Castilla a Vizcaya. Y de aquí resultan unos sobrescritos de cartas que por acá vienen de las ignorantes madres e mujeres que buscan y escriben
a sus hijos e maridos, e otros a sus parientes, e dicen así: “A mi deseado hijo Pero Rodríguez, en las Indias”; que es como si dijese: “A mi hijo Mahoma, en Africa, o a Joan Martínez, en Europa”; o lo mismo que si dijera en el otro mundo. Porque todos los que algo sienten del asiento del mundo e su geografía, no dejan
de sospechar que esto de acá sea tan grande como las dos partes que digo del mundo y el Asia con ellas, e otro nuevo mundo, como algunos lo nombran, Orbe Novo; y yo le llamo, como he dicho otras veces en estas historias, una mitad del mismo mundo en que Africa, Europa ni Asia no participan.
Así quiero decir que tan a escuras vienen muchos a estas Indias, como los sobrescritos que he dicho, sin entender ni saber a dónde van. Y de estos tales topó Narváez, e hallan otros capitanes cuantos quieren, o a lo menos más de los que han menester, porque la pobreza de los unos, e la
codicia de los otros, e la locura de los más no les deja entender lo que hacen ni a quién siguen. Verdad es que, a vueltas
de ésos, vienen algunos que mejor fundan sus propósitos e camino, porque son mandados del Príncipe o por otras causas más
allegadas a razón y excusables. Pero porque sería posible que también fuese engañado el Príncipe como el pobre compañero,
he mirado en una cosa, que no es para que ninguno la olvide; y es que cuasi nunca Sus Majestades ponen su hacienda e dinero
en estos nuevos descubrimientos, excepto papel e palabras buenas, e dicen a estos capitanes: “Si hiciéredes lo que decís,
haremos esto o aquello, o hacérseos han mercedes.” E dánle título de adelantado o gobernador, con licencia e poderes que vaya
adonde se ofreciere por una capitulación, en fucia de la ignorancia de los que lo han de seguir con sus personas e bienes,
al sabor de sus falsos blasones. E despachado de la corte, viénese a Sevilla con menos dineros de los que querría; y en tanto que un atambor por una parte, e un fraile o dos, e algunos clérigos que
luego se le allegan so color de la conversión de los indios, por otras vías andan trastornando sesos e prometiendo la riqueza
de aquellos que ninguna cosa saben, entiende el capitán en tomar cambios y en comprar navíos cansados y viejos, que cuando
acá llegan, o vienen a Dios misericordia y a poder de duplicadas bombas, o tales que no son para volver ni pueden llevar a
Castilla nueva ni razón de la carga que trujeron. E por otra parte, un mancebo que hacen su secretario (y que nunca supo qué cosa
es secreto) con otros sátrapas o lagoteros de aquellos que el capitán ve que mejor lo sabrán urdir, entienden en hablar a
los pobres compañeros e atraerlos a dos cosas: la una que presten al capitán dineros sobre las esperanzas vanas que les prometen,
e sobre un conocimiento, que piensa el que lo recibe que es una cédula de cambio; y así ese pobre compañero da esos pocos
de dineros que le quedan, e si se dilata el armadijo, vende la capa y el sayo, e quédase en jubón como Guillote, porque le parece que demás de venir a tierra caliente, llegará bien vestido con el favor que espera y que le han ofrecido.
La otra cosa es que de diez en diez, e más o menos compañeros, los hacen obligar e mancomunarse para pagar a cierto tiempo
cada diez o doce ducados o pesos de oro del flete donde van y de la comida, que no les dan sino tal, que es cual pueden decir
los que a España vuelven déstos así engañados: que son los menos, porque como el viaje es largo e la vida corta, e las ocasiones para
perderla innumerables, todos los más que acá vienen, es
de asiento e para no tornar a su tierra, y muy al revés de lo que en España se les figuró, como ahora lo oiréis, e como lo habéis oído si habéis leído estas historias dende su principio, y como leeréis
en lo que está por decir, si hasta el cabo, en fin de mis tratados, quisiéredes ser informado para vuestro aviso e para avisar
a otros. Y digo así: Aquellos indios en cuya compañía estaban esos pocos de cristianos que el capítulo de suso ha dicho, se
cansaron de les dar de comer (como acaece en cada parte que los convidados se detienen más que su huésped querría, y en especial
adonde ni son deseados ni dan provecho); e por esto echaron los cinco dellos que se fuesen a otros indios, que decían que
estaban en otro ancón adelante seis leguas. E así lo hicieron, y estuvieron en él mucho tiempo los tres que fueron al ancón,
Alonso del Castillo, e Pedro de Valdivieso, primo de Andrés Dorantes, e otro que se decía Diego de Huelva; e los dos se fueron más bajo a la costa, e allí se murieron de hambre, porque el Dorantes dice que los halló después muertos, andando buscando su remedio, y el otro cristiano, primo suyo, que se decía Diego Dorantes. E allí se quedaron en aquel rancho estos dos hidalgos e un negro, que les pareció que bastaba para lo que los indios los
querían, que era para que les acarreasen a cuestas leña e agua e servirse dellos como de esclavos. E dende a tres o cuatro
días los echaron asimismo a estotros donde anduvieron perdidos algunos días e sin esperanza de remedio; e andando así por
aquellas ciénegas e desnudos en carnes, porque otros indios antes les habían despojado, e de noche se habían ido con la ropa,
toparon con los cristianos muertos, que eran de los cinco que habían echado los indios o despedido, como es dicho. E de allí
fueron e toparon otros indios, e quedóse con ellos el Andrés Dorantes, e su primo se fue adelante hasta el ancón donde habían parado los otros tres; e allí lo fue a ver el uno dellos, que era
el Valdivieso, que estaba de la otra parte, e le dijo cómo habían pasado por allí los otros dos cristianos nadadores que los habían dejado,
e asimesmo los habían despojado e dejádoles en carnes, e dádoles muchos palos e descalabrádoles, porque no quisieron quedar
con ellos; e así se fueron desnudos e maltratados, habiendo hecho juramento de no parar, aunque supieran morir, hasta tierra
de cristianos. E dice este Andrés Dorantes que él vido en aquel rancho la ropa de uno de ellos, que era del clérigo, e con ella un Breviario e un Diornal; e luego éste se tornó, e dende a dos días lo mataron porque quería huir; e dende a poco mataron al otro, que se decía Diego de Huelva, porque se pasó de una posada a otra. E allí los tomaron por esclavos, sirviéndose dellos más cruelmente que un moro lo pudiera
hacer, porque allende de andar en carnes vivas e de todo punto desnudos e descalzos por aquella costa (que quemaba en verano
como fuego) no era otro su oficio sino traer cargas de leña e de agua, y todo lo demás que habían menester los indios, a raíz
de las carnes, e arrastrando las canoas por aquellos anegados con aquellas calores.
Esta gente no come en todo el año sino pescado e poco, e con esto tienen mucha menos hambre que los de la tierra adentro (con
quien después estuvieron) que, como otras cosas, esto les falta muchas veces, e por esta causa se mudan tan a menudo, porque
si así no lo hiciesen, no ternían qué comer. E demás desta penuria, es otra muy grande la del agua dulce, de la cual es muy
falta aquella tierra, porque como andan entre anegadizos e agua salada, el agua que tienen para beber es muy poca e mala,
e lejos. E esto todo era para más fatiga de los cristianos, así en padecer la misma sed, como en les traer a cuestas el agua
para los indios sus amos e aun para sus vecinos; porque todos los mandaban, e a todos temían, e todos les trataban mal de
obra e de palabras. E los muchachos les pelaban las barbas cada día por su pasatiempo, y en viéndolos descuidados, les daba
cualquier muchacho su repelón, e les tomaba la mayor risa e placer del mundo; e los rascuñaban de manera que muchas veces
les hacían sangre, porque traen tales uñas, que aquéllas son sus principales armas o cuchillos ordinarios para entre sí, si
no es con quien tienen guerra. E hacíanles tantas e tales vejaciones los muchachos, que en topándolos fuera de las casas,
luego eran con ellos con piedras e con cuanto se les ofrecía e hallaban más a la mano; de forma que para los rapaces era un
juego o nueva caza e regocijo. E como eran hidalgos e hombres de bien e nuevos en tal vida, era menester que su paciencia
fuese mucha e igual a su trabajo e penas en que los tenían, para sufrir tantos e tan incomportables tormentos. E así testificó
este Dorantes que cree que Dios les daba esfuerzo para ser pacientes en descuento de sus pecados e porque más mereciesen; e aunque quisieran
no sufrir tales fatigas, no podían hacer otra cosa (excepto desesperándose), porque estaban cercados de agua, que todo aquello
por donde andaban era isletas; e si en su mano fuera, por mejor hubieran la muerte por el campo solos e como hombres sin ventura,
pidiendo a Dios misericordia de sus culpas, e no vivir entre tan malvada e bestial gente.
Entre la cual estuvieron catorce meses, dende el mes de mayo hasta que en el año siguiente vino otro mes de mayo, e llegó
el mes de mayo adelante, del año de mil e quinientos e treinta; porque mediado el mes de agosto, estando el Andrés Dorantes en la parte que le pareció más aparejada para se poder ir, él se encomendó a Dios e se fue, en mitad del día, por medio de
todos los indios, que no quiso Dios que mirasen en él. E aquel día pasó una agua grande, e anduvo todo lo que pudo con mucho
miedo, e otro día dio en unos indios, que lo recibieron de buena gana, porque ya tenían noticia que los cristianos servían
bien; e Castillo y el negro se quedaron estonces, porque no pudieron irse con él. E dende a tres meses el negro se fue tras él, e se toparon,
aunque nunca estuvieron juntos. Castillo se quedó, y estuvo otro año y medio más entre aquella mala gente, hasta que halló aparejo para se ir tras de Dorantes; e cuando llegó, no halló sino al negro, porque no pudiendo sufrir aquellos indios por ser tan malos como es dicho, se fue
el Dorantes a otros, más de veinte leguas atrás, que estaban en un río, cerca del ancón del Espíritu Santo, que ya está dicho, que eran
aquellos indios los que habían muerto a Esquivel, que era el cristiano que se había escapado solo de la gente de las dos barcas del gobernador e de Alonso Enríquez. E según le dijeron los mismos indios, que lo habían muerto porque había soñado una mujer no sé qué desatino, porque los
de aquella parte creen en sueños e matan sus proprios hijos por sueños. E dijo este hidalgo Dorantes que él vido en espacio de cuatro años matar y enterrar vivos once o doce niños; y éstos son los muchachos, que hembras por
maravilla dejan ninguna. Esta gente no tiene otra idolatría ni la creen sino este error que es dicho. Cerca de allí habían
otros indios muerto a Diego Dorantes, su primo, a cabo de dos años que los servía y estaba entre ellos; de manera que ninguna seguridad de la vida tenía más un
día que otro. Así que, de todos estos cristianos ya no quedaban vivos sino este Andrés Dorantes, e Alonso del Castillo, y el negro, y el Cabeza de Vaca, del cual estotros no sabían.
Entre aquesta gente que es dicho, estuvo Andrés Dorantes diez meses solo, padeciendo mucha hambre e continuo trabajo, e con temor que le habían de matar algún día, pues vía que sus
proprios hijos, sin piedad ni misericordia, los mataban por un sueño de desvarío, e que así habían muerto a Esquivel por lo mismo. E así no topaba indio por do iba o por donde estaba trabajando cavando raíces, que no pensase que lo venía
a matar por algún sueño, e hasta que lo veía pasar adelante, no tenía seguridad; cuanto más que los indios, por la mayor parte,
en topando al pobre Dorantes, se le mostraban muy feroces, e algunas veces, e aun muchas, venían corriendo a él (e a los otros donde estaban) e poníanles
una flecha a los pechos, flechado el arco hasta la oreja, e después reíanse e decíanles: ¿Hubistes miedo?
Estos indios comen raíces que sacan debajo de tierra la mayor parte del invierno; e son muy pocas, e sacadas con mucho trabajo,
e la mayor parte del año pasan grandísima hambre, e todos los días de la vida han de trabajar en ello e dende la mañana hasta
la noche. Asimismo comen culebras e lagartijas, ratones, grillos, cigarras, ranas e todas cuantas sabandijas ellos pueden
haber; e también algunas veces matan venados, e ponen fuego a la tierra e sábanas para los matar. Matan ratones, de que hay
mucha cantidad por entre aquellos ríos; pero todo es poco, porque como andan por aquel río todo el invierno de arriba abajo
e de abajo arriba, que nunca paran de buscar de comer, espantan la caza e todo lo acaban. Algunas veces comen pescado que
matan en aquel río; pero poco, sino cuando aviene, que es en el mes de abril; e algunos años crece dos veces, e la segunda
es por mayo, y estonces matan mucha cantidad de pescado e muy bueno, y escalan mucho dello; pero piérdeseles lo más, porque
no tienen sal ni la alcanzan para lo poner en cobro e que se pudiese sostener para adelante.
Hay en las costas de aquel río muchas nueces, las cuales comen en su tiempo, porque dan allí el fruto los nogales un año sí
e otro no, e algunas veces pasa un año o dos que no dan fruto; pero
cuando las hay, aquellas nueces son muchas, e muy golosos los indios dellas, que de veinte e treinta leguas toda la comarca
alrededor de allí van a comerlas; e pasan gran necesidad, porque como es mucha la gente que viene por esta fruta, en un día
espantan la caza e la matan toda, e no comen, en todo un mes que turan las nueces, otra cosa. Estas nueces son menudas mucho
más que las de España, e trabajoso de sacar lo que de adentro se come dellas.
Esta gente, después que viene el verano, en fin de mayo comen algún pescado, si les ha quedado de lo que escalan de los ríos
avenidos; e comienzan a caminar para comer las tunas, que es una fruta que en aquella tierra hay en abundancia, e van más
de cuarenta leguas adelante, hacia Pánuco, a comerlas; las cuales
tienen en tanto, que no las dejan por cosa del mundo. Y aquéste es el mejor manjar que ellos tienen en todo el año, el cual
les tura mes y medio o dos meses, caminando e comiendo esta fruta, e matan algunos venados alguna vez, e aun acaece a poca
gente matar doscientos o trescientos venados. E dice este hidalgo Andrés Dorantes, que en ocho días vido que sesenta indios mataron tantos como el número que ha dicho, e que también acaece matar quinientos;
e otras muchas veces, o las más, no matan ninguno; y es desta manera. Que como ellos caminan por la costa, corren los de la
tierra en ala, e como todo el año está aquello todo despoblado e sin gente, hay muchos, e tráenlos antecogidos al agua, e
tráenlos allí todo el día hasta que se ahogan, y el tiempo e la marea los echa después a la costa muertos, porque cuando el
viento no es de la mar no los corren, e si los corren, luego se vuelven, porque el venado no va sino contra el viento. Esto
acaece una vez o dos, e así las más veces no matan caza, e si la matan, es poca, si no es acaso, como he dicho. Y así, con
este ejercicio, pasan adelante su camino hasta que se apartan del agua salada e se entran la tierra adentro comiendo sus tunas,
las cuales comienzan a comer e madurar por agosto, e túrales cincuenta o sesenta días. Y éste es el mejor tiempo del año para
aquella gente, porque aunque no comen otra cosa sino tunas e algunos caracoles que rebuscan, de que se hartan de día e de
noche, están contentos en esa sazón, y en todo el otro tiempo del año se finan de hambre.
Allí en aquellas tunas se tornaron a juntar Castillo y el negro e Andrés Dorantes, e se concertaron para se ir; e como los indios nunca sosegaban ni estaban juntos, luego se iban cada uno por su parte, e
así, de necesidad, estos pecadores de cristianos se apartaban con sus amos. De forma que no podían efectuar su concierto e
voluntad (a lo menos por estonces) e cada uno se fue por su parte con sus señores a comer aquellas nueces, que había muchas
aquel año. Pero llegados allí, vino Cabeza de Vaca a se juntar con esotros, que había cinco años que lo habían dejado atrás, donde se perdieron las barcas, que nunca más lo
habían visto. E allí se concertaron, después que Cabeza de Vaca llegó, porque como es dicho, estaban apartados e no se podían comunicar sino en el tiempo de las tunas, habiendo que comer
en el campo. Y estonces, estando muchas veces a punto para se ir, no parecía sino que sus pecados se lo estorbaban, apartándolos
a cada uno por su parte.
Pasados ya seis años, e venía en el séptimo año el tiempo de aquella fruta de las tunas, aunque cada uno de estos cristianos
estaban apartados por sí, cada cual dellos escondidamente se fueron, e aportaron la tierra adentro a cierta parte donde solían
comer las tunas; e los indios no iban allí estonces porque no las había. Y el Dorantes fue el primero que allí llegó, e acaso halló una gente de indios que aquel mismo día habían allí venido, los cuales eran
grandes enemigos de los otros con quienes habían estos cristianos estado, e recibiéronle muy bien. E a cabo de tres o cuatro
días que allí estaba, llegó el negro que iba en su rastro, e Alonso del Castillo (que estaban juntos), e allí se concertaron de buscar a Cabeza de Vaca, que los esperaba adelante. E vieron unos humos bien lejos, e acordaron que Dorantes y el negro fuesen a aquel humo, e que el Castillo quedase allí para asegurar los indios e que no creyesen que se iban; e dijéronles que iban por otro compañero suyo, que creían
que estaba en aquellos humos, para lo traer allí a su compañía, e que se quedase Castillo hasta que volviesen. Y ellos holgaron dello, e así fueron e tuvieron bien que andar hasta la noche, que toparon con un indio
que los llevó adonde Cabeza de Vaca estaba, al cual dijeron cómo venían a buscarle. E plugo a Dios que los indios se mudaron otro día e se pusieron más cerca
de donde el Castillo había quedado, e allí se tornaron a juntar, y encomendándose todos tres a Nuestro Señor, hubieron por mejor hacer aquello
que eran obligados como cristianos (e como hidalgos, que cada uno dellos lo era) que no vivir en vida tan salvaje e tan apartada
del servicio de Dios e de toda buena razón. E con esta buena voluntad, como hombres de buena casta determinados, salieron;
e así Jesucristo los guió e obró de su infinita misericordia con ellos, e abriéndoles los caminos, sin habellos en la tierra, e los corazones
de los hombres tan salvajes e indómitos, movió Dios a humillárseles e obedecerlos, como adelante se dirá.
E así fueron aquel día sin ser sentidos ni sabiendo ellos adónde se iban, sino confiados en la clemencia divina, e buscando
de aquellas tunas que había en la tierra, aunque ya era el tiempo que se acababan, porque era por otubre. E plugo a la Madre de Dios que aquel día, a puesta del sol, toparon con indios cuales ellos deseaban, que eran muy mansos e tenían alguna noticia de
cristianos, aunque poca, porque no sabían cómo los otros los trataban mal (que fue harto bien para estos pecadores). E como
era ya principio del invierno, e iban sin cueros para cubrirse, e las tunas se acababan en los campos, con que habían de caminar,
tuvieron necesidad de parar allí aquel año para haber algunos cueros con que se cubrir, que les decían que los hallarían adelante;
e pues estaban en camino e donde tenían mejor aparejo para que el siguiente año, venidas las tunas, pudiesen proseguir su
propósito, sosegaron por estonces, dende primero de otubre hasta el mes de agosto del año venidero. Pero en aquel tiempo que
con estos indios estuvieron, sufrieron mucha hambre, e no menos, antes mayor, que en el tiempo pasado de los siete años. Y
era la causa que estos indios no estaban cerca del agua, donde pudiesen matar algún pescado, e así no comían allí sino raíces;
e tienen allí mayor trabajo que todos los demás que alcanzan alguna pesquería. E así, en todo el año no se veían hartos, e
andan allí los muchachos tan flacos e hinchados que parecían sapos; pero a lo menos entre aquestos indios fueron bien tratados
esos cristianos, e dejábanlos vivir en su libertad e hacer todo lo que querían.
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Capítulo V
En el cual se trata la continuación del camino que estos tres cristianos y el negro hacían, buscando cómo saldrían a tierra
de cristianos; e cómo hicieron miraglos, sanando a muchos indios enfermos con solamente los santiguar; e cuéntanse cosas notables
e necesarias al discurso de la historia.
Llegado el mes de agosto, ya estos tres hidalgos tenían allegados algunos cueros de venados, e cuando vieron tiempo aparejado,
huyeron, con el tiento e secreto que les convino, de la parte e indios que es dicho de suso. E aquel mismo día que se partieron,
anduvieron siete leguas hasta topar con otros indios que eran amigos de los que dejaban atrás, e allí los recibieron bien
e les dieron de lo que tenían. E otro día se mudaron e se vinieron así adelante a se juntar con otros indios, e los llevaron
consigo, e iban a comer los unos e los otros unos granillos que estonces maduraban; e hay por allí muy grandes montes de arboledas que llevaban esa fruta. E allí se juntaron con los otros, e los cristianos se pasaron a ellos, porque era gente de más acá
adelante, e más a propósito de su camino e intento. E detuviéronse por allí ocho días con aquéllos, que no comían otra cosa
sino unas hojas de tunas cocidas, porque estaban esperando aquellos granillos, que aún no estaban maduros. E allí les dieron
estos cristianos parte de los cueros de venados que llevaban, a trueco de dos perros para comer, porque estaban tan flacos
que no se atrevían andar una legua; e comidos los perros, se despidieron de los indios e se fueron.
A estos indios postreros les pesó mucho porque se iban, pero no se lo estorbaron. E aquel día anduvieron cinco o seis leguas,
sin hallar cosa que comer ni topar indio que los encaminase. E llegaron aquella noche a un monte, donde durmieron, y enterraron
muchas hojas de tunas, que otro día por la mañana comieron (porque enterradas de un día para otro están menos ásperas, e aptas
para se cocer mejor, e de mejor digestión). E siguieron su camino hasta mediodía, que llegaron a dos o tres ranchos, donde
había algunos indios, que les dijeron que no tenían qué comer, pero que fuesen adelante, e que seyendo de noche, llegarían
a unas casas donde les darían de comer. E así pasaron de allí, e llegaron allá, e hallaron cuarenta o cincuenta ranchos. E
allí fue donde primero comenzaron a temer e reverenciar a estos pocos cristianos e a tenerlos en mucho, e allegábanse a ellos
e fregábanse a sí mismos, e decían por señas a los cristianos que los fregasen e frotasen e los curasen; e trujéronles algunos
dolientes para que los curasen, e los cristianos lo hacían así, aunque estaban más acostumbrados a trabajos que a hacer miraglos.
Pero en virtud de Dios confiados, santiguándolos e soplándolos, de la manera que lo hacen en Castilla aquellos que llaman saludadores, e los indios en el momento sentían mejoría en sus enfermedades, e dábanles de lo que tenían
de comer, e no otra cosa que eran aquellas hojas de tunas enterradas e algunas tunas de la misma manera, aunque estaban verdes.
Y estuvieron allí con aquellos indios quince días por descansar algo, que estaban tan flacos, que no se atrevían a caminar;
e comiendo de aquellas hojas e algunas tunas que comenzaban a madurar, se rehicieron e convalecieron, cobrando alguna más
fuerza, e tornaron algo más en sí. E los indios lo hacían muy bien, e les daban de todo cuanto tenían, de muy buena voluntad,
la cual nunca habían hallado hasta estonces en ningunos indios de todos los que habían visto e tratado, sino maldad e crueldades,
como está dicho.
Dende allí fueron a otros indios dos leguas adelante, e les dieron muchas cosas porque los
curasen, e les hicieron mucha fiesta, e diéronles muy bien de comer tunas e carne, e iban a cazar solamente para los cristianos.
E allí se esforzaron algo más, e hízolo Dios tan bien, que lo que no pensaban andar aunque la vida les turara ocho años, según
los incómodos o inconvenientes de tan largo camino, lo anduvieron en diez meses: que fue una cosa de muy gran miraglo, e que
ninguno lo podía creer
cómo ello fue sino los que lo viesen. Y estando allí, vinieron unas mujeres, que iban de allá adelante a llevarles cosas;
e desque de allí se partieron los cristianos, pesóles mucho a estos indios, e fuéronse tras ellos, rogándoles que se volviesen,
e que otro día se irían con aquellas mujeres que es dicho. E como no lo quisieron hacer, se tornaron muy tristes; e las mujeres
se fueron tras los cristianos, porque no se perdiesen, e fuéronse por el camino, que ya ellos habían dejado, e iban perdidos,
e plugo a Dios que a cabo de dos o tres leguas se vinieron a juntar a par de un agua o río pequeño; y ellas iban tan muertas
e cansadas, como si en ello les fueran las vidas. E dende allí se fueron con ellos, e anduvieron aquel día ocho o nueve leguas
grandes, sin dejar de caminar todo el día cuanto pudieron; e antes que el sol se pusiese, llegaron a un río, que a su parecer
era más ancho que Guadalquivir en Sevilla, e pasáronlo todo a la rodilla e al muslo, e obra de dos lanzas en luengo a los pechos, pero sin peligro. Pero prosiguiendo
su viaje, llegaron en anocheciendo a un pueblo de hasta cien ranchos o más, de mucha gente, donde los salieron a recibir con
mucha grita e voces, e con unos calabazos grandes llenos de pedrezuelas, con que ellos hacen sus areitos e músicas. E aunque
creían que aquellos cristianos tenían virtud mucha para sanar los enfermos, era mucho el miedo e turbación que traían por
llegar a fregar los cristianos; pero non obstante su temor, no dejaban de allegar con mucho honor e devoción, como quien tocase
un cuerpo santo. E así aquellos indios, unos antes que otros, e muchos por encima de los otros, se anticipaban, de manera
que no se daban lugar (a vuelta de su temor) e con tanta priesa, que les hubieran de sacar los ojos con los dedos. E así los
llevaron a vuela pie hasta sus casas, donde les dieron de lo que tenían, e les trujeron luego dolientes para que los curasen,
e dieron a un indio que iba con los cristianos muchas flechas e cosas, porque los había llevado e guiado por allí. E el día
siguiente los llevaron hasta legua y media de allí, a otro pueblo de otros setenta u ochenta ranchos, que comían tunas en
mucha abundancia, e allí los recibieron de la misma manera que en el pueblo primero, e les dieron veinte y ocho panes de harina,
que es una cosa que allí comen aquella gente, e la llaman mesquite, e les dieron otras cosas, e les hicieron mucha fiesta
de bailes e areitos, según su costumbre.
Allí se comenzó una nueva forma de caminar en su viaje; y era que como venía mucha gente con estos cristianos a los acompañar,
e a traerles allí todos los que venían a se fregar e curar con ellos, como santos, los despojaban, esos que de nuevo venían,
a los otros, e les tomaban lo que tenían, e aun iban por las casas e robaban cuanto hallaban; e parecía que los dueños despojados
holgaban dello, pensando que aquella nueva santidad era así ordenada en el cielo, de donde pensaban ellos que estos cristianos
venían. Allí reposaron aquel día y el siguiente, e dende allí los llevaron, otras seis leguas adelante, a otros tantos ranchos;
e iban con ellos muchos hombres e mujeres con intención de robar lo que pudiesen, e así lo hicieron; porque llegados al pueblo,
fueron los cristianos recebidos como en los lugares que habían pasado, e aun mejor, tanto que les molestaba la multitud de
la gente que sobre ellos cargaba para que los fregasen e sanasen las enfermedades, como de hecho los sanaban; e los indios
que con los cristianos habían ido, robaban a los que así sanaban e a los demás, de forma que no les dejaban cosa desta vida;
y estos robadores les hacían entender que así lo querían.
En estos indios había muchos ciegos, e muchos tuertos de nubes en gran cantidad, y es gente muy bien dispuesta e de buenos
gestos los hombres e las mujeres; mas allí curaron todos los ciegos e tuertos e otras muchas enfermedades, e a lo menos si
los cristianos no los sanaban a todos, los indios creían que los podían sanar.
Cerca de allí estaban las sierras, e se parecía una cordillera de ellas que atravesaba la tierra derechamente al Norte; e
de allí los llevaron a estos cristianos otras cinco leguas adelante, hasta un río que estaba al pie de la punta donde comenzaba
la dicha sierra. E allí había cuarenta o cincuenta ranchos, a los cuales robaron como a los otros, y ellos dieron a los cristianos
eso poco que les había quedado, e aquella noche toda les hicieron grandes areitos e fiestas, e asimismo los cristianos los
curaron, como lo acostumbraban. E luego aquella noche enviaron a llamar gente abajo, hacia la mar, y el día siguiente vinieron
muchos hombres e mujeres a ver estos cristianos e sus miraglos, e a traerles cosas que les dieron. E aquéstos trabajaron mucho
por los llevar hacia la mar, porque allí se pensaban desquitar e satisfacer de lo que les habían a ellos tomado; e decían
que había mucha gente, e que les darían a los cristianos muchas cosas. Pero ellos no quisieron ir sino arriba, la tierra adentro,
porque estaban escarmentados de la gente de la costa, e también porque siempre les habían dicho que no salían a la mar a la
puesta del sol, e hasta allí habían miedo de dar en ella cuando no se catasen, e por estas causas se querían subir más arriba,
e los indios se lo estorbaban mucho, diciendo que no había gente ni comida sino muy lejos de allí. E como los indios vieron
que no los podían mudar de su propósito, enviaron indios a buscar gente.
E otro día siguiente se partieron los cristianos, e fueron con ellos mucha gente, en que había muchas mujeres, que les llevaban
agua para el camino, que era falto della e hacía muy gran calor, e también les llevaban cosas de comer e otras cosas que les
habían dado; e habiendo andado dos leguas, toparon los indios que habían ido a buscar gente, e dijeron cómo no la habían hallado
muy lejos de allí, de que todos quedaron tristes, e rogaron mucho a los cristianos que se fuesen con ellos por donde los querían
llevar. E como no lo pudieron acabar con ellos, se despidieron llorando, e se volvieron, dejándoles allí las cargas, las cuales
tomaron acuestas los cristianos e se fueron por aquel río arriba todo lo restante de aquel día, hasta la noche que toparon
unos indios que los llevaron a ocho o diez ranchos que estaban metidos en un boscaje o arcabuco; e hallaron los indios llorando
de devoción, e los recibieron como se ha dicho que en otras partes se había hecho, e les dieron de comer de lo que tenían.
E otro día de mañana vinieron los indios que los habían dejado a los cristianos en su rastro (que tuvieron nuevas cómo los
otros que es dicho estaban allí) e veníanlos a robar, para se esquitar o satisfacer de lo que otros habían tomado a ellos,
e así les tomaron cuanto pudieron, aunque todo era poco, e dijéronles a los otros la manera que con los cristianos habían
de tener. E otro día los llevaron de allí, e durmieron aquella noche en el camino. Y el día siguiente llegaron a muchos ranchos,
donde se les hizo el recibimiento acostumbrado, y ellos se esquitaron de lo que les habían tomado, e aun llevaron mucho más,
cuanto pudieron llevar acuestas.
E desta manera fueron por la falda de la sierra ochenta leguas, poco más o menos, entrándose por la tierra adentro derecho
al Norte; e allí toparon, al pie de la sierra, cuatro ranchos de otra nación e lengua, que decían que eran de más allá la
tierra adentro, e que iban de camino para su tierra. Aquéstos dieron a los cristianos un cascabel de latón e ciertas mantas
de algodón, e decían que aquello venía de hacia el Norte, atravesando la tierra hacia la mar del Sur. E otro día se metieron
por la sierra hacia el Hueste o Poniente, e lleváronlos a unos ranchos cabe un hermoso río, adonde les dieron mucha margarita
e alcohol; e dijéronles aquéllos, que los que les habían dado el cascabel tenían mucho de aquello e no se lo habían dado.
De lo cual se colige que de donde aquello se traía, puesto que no fuese oro, había asiento e fundían (aunque por razón debía
ser en la mar del Sur); e cuando llegaron adonde les dieron aquel cascabel, habrían andado ciento e cincuenta leguas, poco
más o menos, dende donde comenzaron a caminar.
E dende estos ranchos adonde esto les dieron, llevaron a los cristianos a cinco manadas o congregaciones de ranchos, que en
todo el camino nunca los dejaron más de dos mil ánimas; e matábanles por el camino muchas liebres e venados, e toda cuanta
caza mataban, se lo traían e daban, sin que osasen tocar para sí un solo ratón. E los gusanos e los grillos que las mujeres
e los niños se hallaban, se los traían a los cristianos e se los daban, sin que osasen tomar para sí cosa alguna, muriéndose
de hambre, sin que los cristianos no se lo diesen e santiguasen primero, porque creían que luego se habían de morir si otra
cosa hiciesen. E los cristianos mandábanles que no enterrasen la caza; pero primero, después que la cazaban, poníansela delante
toda, e tomaban los cristianos la que querían della e santiguábanles la demás; e con esta orden vinieron todo el camino hasta
salir en tierra de cristianos.
En aquellos ranchos que llegaron, eran mucha gente e bien dispuesta; e diéronles allí mucha cantidad de piñones tan buenos e mejores que los de Castilla, porque tienen la cáscara de manera que la comen con lo demás; las piñas de ellos son muy chiquitas, e los árboles llenos por aquellas sierras en cantidad. E de allí los llevaron adelante muchos días, e de aqueste arte caminaron sin topar
otra gente alguna; e como vieron que no la hallaban, enviaron por todas partes a buscarla, e hicieron venir ranchos de más
de quince o veinte leguas a esperarlos al camino; e así los llevaron. E dende allí se tomó otra nueva orden de caminar, e
fue que como los que llevaban a estos cristianos robaban cuanto había e hallaban en los ranchos donde nuevamente entraban,
ya no tomaban nada, sino como cada uno de los cristianos, hacían su buhío por sí, e allí lo tenían puesto en orden e allegado
todo lo que tenían, para que los cristianos hiciesen de ello su voluntad; e ninguno osaba tomar dello cosa alguna de aquéllas.
E los cristianos lo tomaban todo, o lo que les parecía de
ello; e dejaban despojados a los huéspedes, para que tuviesen necesidad de
llevarlos adelante para se esquitar de la misma forma. E aquéstos los llevaron adelante, por unas sierras desesperadas, más
de otras cincuenta leguas, con mucha hambre por el mal aparejo de la tierra, que no había tunas ni otra cosa; e cuasi al cabo
de la jornada les comenzaron a adolescer, e tenían muy gran trabajo con ellos en los santiguar e soplarlos, porque casi no
quedó nadie que no adoleciese. E así los llevaron a más de cien ranchos que estaban en un llano esperándolos, que los habían
de lejos hecho venir allí, e había mucha gente por todo aquello. E todos aquéllos, los unos e los otros, les dieron piñones
en cantidad, e los recibieron de la misma manera que los pasados, e dábanles cuanto tenían, sin les quedar cosa desta vida
para sí. E otro día los llevaron adelante, e algunas cosas que les habían quedado y eran viejas, las dejaban por aquel campo,
que no podían acabar con ellos que las llevasen, e las petacas de que hacían sus cajas, también las dejaban. E aquéstos les
dijeron que no había gente sino muy lejos de allí, e que aquéllos eran sus enemigos; e los cristianos les dijeron que enviasen
algún indio que les dijesen cómo iban, porque así lo acostumbraban en todo el camino, cuando iban a algunos ranchos nuevos,
que primero iban cuatro indios, uno en nombre de cada uno destos cristianos, para que les aderezasen casas, e que lo que les
habían de dar estuviese junto e a punto.
E así estos indios acordaron de enviar dos mujeres, una que tenían captiva de aquellos de donde venían, e otra que fue con
ella: que hombre no lo osaron enviar por la guerra que tenían, e también porque no se entendían. E así se fueron los cristianos
con toda la gente tras aquellas dos mujeres, mudándose cada día, a esperar la respuesta que traerían en cierta parte. E así
como comenzaron a caminar, la gente comenzó a adolescer, en tanta manera que los cristianos habían mucha lástima dellos, porque
aquésta era la mejor gente que habían topado. E habían concertado que esperasen las mujeres e la respuesta que traerían; e
así pararon tres días, que no quisieron llevar a los cristianos por otra parte, por la guerra que tenían. Estonces Andrés Dorantes dijo a un indio suyo que les dijese que por aquello que querían hacer, se habían de morir; e fue tanto el espanto que tomaron,
y el miedo que se les acrecentó sobre el que se tenían ellos, que otro día de mañana fueron a caza, e a mediodía vinieron
malos, e cada día caían más, y en dos días se murieron muchos e adolecieron más de trescientas personas. E cobraron tanto
temor, creyendo que los cristianos lo causaban de enojados, que no los osaban mirar a la cara ni alzar los ojos del suelo,
estando delante dellos. E fue cosa maravillosa de ver que en quince días no más que entre aquellos indios estuvieron, nunca
vieron a ninguno dellos reír ni llorar ni hacer otra mudanza, aunque a algunos se les morían los padres, e a algunos sus mujeres
e sus hijos, e a otras sus maridos; e así lo disimulaban e comportaban con igual semblante como si ningún pesar por ellos
pasara. Cosa más maravillosa: que a los niños de teta ni a los muchachos de más edad nunca los vieron llorar ni reír en todo
el tiempo que estos cristianos estuvieron con ellos, como si fueran viejos de cien años. Esta gente no osaba comer ni beber
ni hacer cosa desta vida, sin pedir licencia a los cristianos, pensando que tenían poder para matarlos o darles la vida, e
que por eso se morían, porque los cristianos estaban enojados.
E a cabo de dos o tres días que allí estuvieron, vinieron las mujeres e trujeron muy ruines nuevas, diciendo que la gente
que habían ido a buscar eran idos a las vacas, e que por todo aquello no había gente. Visto esto, los indios dijeron que ellos
estaban malos todos, como los cristianos lo vían, e que eran de muy lejos; e que los cristianos se fuesen a las vacas, que
era arriba hacia el Norte, e que hallarían gente; e que ellos se querían quedar e irse a otra parte, porque tenían muy gran
hambre: que las tunas eran acabadas. E los cristianos les dijeron que no, sino que por allí los habían de llevar, que era
hacia el Hueste o Poniente, porque aquél era su derecho camino; e que los dolientes se quedasen, e veinte o treinta dellos
que estaban buenos fuesen con ellos, e que uno de los cristianos iría con aquellas indias a buscar la gente e traella al camino;
e pareció que los indios se habían holgado de oír esto. Otro día siguiente partieron de allí, e caminaron tres días uno en
pos de otro, e también partió Alonso del Castillo, que se halló más dispuesto, e fue con el negro e las indias; las cuales lo llevaron a un río, donde hallaron gente e casas
e asiento, e algunos fésoles e calabazas que comían, aunque muy poco. A cabo de los tres días volvió Castillo a los cristianos, y el negro se quedó para traer la gente al camino.
Mas porque de suso se hizo mención de vacas, no entienda el lector que son de las nuestras, sino de aquellas que los españoles
llaman vacas en algunas partes de la Tierra Firme e algunos impropiamente las dicen dantas, porque los cueros dellas son tanto o más recios que el de los búfanos. Los indios
en la provincia de Cueva, en la gobernación de Castilla del Oro, llaman a tal animal beorí, como se dijo en la primera parte de estas historias, en el libro XII e capítulo XI.
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Capítulo VI
En el cual se da fin a la relación destos hidalgos Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes e Alonso del Castillo; e se cuenta el discurso de su peregrinación e trabajoso camino, e otras cosas que por ellos pasaron hasta llegar a un pueblo
de cristianos en la gobernación de la Nueva Galicia.
Otro día siguiente, después que Alonso del Castillo tornó adonde le atendían sus compañeros el tesorero Alvar Núñez Cabeza de Vaca e Andrés Dorantes, se partieron e fueron a toparse con la gente que el negro traía; e allí les dieron cuanto traían, que eran algunas mantas
de cueros de vacas o dantas (de las que se dijo de suso) e cueros de venados, e sus arcos e flechas, e muchos calabazos e
algunos fésoles; e todo lo dieron los cristianos a aquellos indios que los habían traído hasta allí, e se volvieron contentos;
e con estotros, aunque los despojaron, se partieron, e continuaron su camino hasta sus casas, que estaban cinco o seis leguas
de allí en aquel río, donde sembraban; pero por la mucha gente que había, e la poca tierra e muy áspera, era poco lo que cogían;
e por aquel río arriba los llevaron a cuatro manadas de pueblos que había. Tenían poco de comer, y eso eran fésoles e calabazas
e poquito maíz, e no tenían ellos en qué guisarlo; pero hacíanlo mazamorras (que son como puches o poleadas) en unos calabazos grandes,
de aquesta manera. Hacían fuego y echaban en él muchas piedras guijeñas e limpias a calentar, y echaban agua en el calabazo,
e allí echaban las piedras, e como venían ardiendo, hacían hervir el agua, e allí echaban la harina de los fésoles, y echaban
más piedras encima, hasta que estaba buena la mazmorra, e así la comían.
Allí les dijeron que adelante no había más harina ni fésoles, ni cosa de comer, hasta treinta o cuarenta jornadas más adelante,
que era yendo de la parte donde se pone el sol hasta el Norte, de donde aquellos indios habían habido o traído aquella simiente;
e que todos los indios que hasta allí había, tenían mucha hambre, e que habían de ir por aquel río arriba, hacia el Norte,
otras nueve o diez jornadas, sin cosa de comer, hasta atravesar el río que de allí habían de atravesar, todo lo demás habían
de ir al Hueste o Poniente hasta donde había maíz, e mucho, e que también lo había hacia la mano derecha, al Norte, e más abajo por toda aquella tierra debía ser a la costa,
según después pareció; pero que era muy más lejos, e que estotro era lo más cercano, e que eran todos amigos hasta allá, e
de una lengua. Estos indios daban ya mucha cantidad de mantas de vacas, e decían que ellos las mataban en verano cerca de
allí, e que había muchas. E así fueron por este río arriba las nueve jornadas, cada día caminando hasta la noche, con grandísima
hambre; e siempre a la noche dormían en casas e con gente que les daban muchas mantas de vacas e otras cosas, que trocaran
ellos de buena gana por roscas de Utrera, porque no les daban de comer, o no lo tenían, sino una cosa que aquellos indios llaman masarrones, que cogían de unos árboles, que eran muy mala cosa, e aun no para bestias, sino para aquellas que lo muelen con unas piedras; en fin es todo palillos,
e así se come. Comían los cristianos algunos pedacillos de gorduras de venados, que traían acuestas; e hallaban en el camino
poca gente, e decíanles que eran idos a comer las vacas, tres jornadas de allí, en unos llanos entre las sierras que decían
venían de arriba, hacia la mar, e que ellos se iban también allá. E así anduvieron por aquel río arriba quince jornadas, sin
descansar, por la mucha hambre que había. E dende allí atravesaron al Hueste o Poniente, e fueron más de otras veinte hasta
el maíz, por gente algo hambrienta, pero no tanto, porque comían unos polvos de hierbas, e mataban mucha caza de liebre, que siempre
los cristianos la llevaban sobrada. En este camino descansaban algunas veces, como lo solían hacer; e llegados a las primeras
casas donde había maíz, que sería más de doscientas leguas de Culuacán (donde estaba poblando Nuño de Guzmán, e había una villa, e los indios de paz) allí les dieron mucha cantidad de maíz e harina tostada, e fésoles e calabazas e otras semillas, e de las otras cosas que les solían dar. E tenían estos indios
algunas casas pequeñas de tierra, fechas de tapias con sus terrados, las más de petacas (petaca, quiere decir cesta); así
que serían como emplentas, o cosa tejida de hojas de palmas o bejucos, u otra trabazón semejante.
Desta manera fueron más de ochenta leguas, e
de tres a tres días, e de dos a dos días llegaban a pueblos, e descansaban un día o dos en cada pueblo. E dende allí les comenzaron
a dar muchas mantas de algodón, e buenas, e todo lo que tenían, que ninguna cosa les quedaban, e algunas turquesas así mismo;
lo cual todo, así como se lo daban a los cristianos, lo tornaban a dar ellos. E había tantos dolientes, que los afligían e
cansaban con las curas de ellos, porque eran mucha gente e a todos los habían de fregar e saludar; y el que quedaba saludado,
pensaba que se había de morir. E venían de diez e doce leguas a la redonda a les traer enfermero, e venían con ellos (digo
con los cristianos, do quier que iban) mil o mil e quinientas personas, e algunas veces pasaban de tres mil, hasta que salieron
a lo llano, cerca de la costa; e cuando allí llegaron, había ocho meses que no salían de las sierras.
A todas aquellas gentes amonestaban e imponían estos cristianos en que tuviesen inclinación al cielo, e que a él alzasen los
ojos; e puestas las manos juntas, hincándose de rodillas, cuando tuviesen alguna necesidad, se encomendasen a Dios Todopoderoso.
Y así ellos lo hacían, e creían que estos cristianos venían del cielo, e holgaban mucho cuando les contaban algunas cosas
de allá; pero no se lo sabían dar a entender como quisieran, por falta de lengua, porque si ésta tuvieran, según la fe e afición
con que escuchaban e seguían a los cristianos, e según las pocas ironías e idolatrías que aquellas gentes tenían, decían estos
cristianos que escaparon, que sin duda creían que fueran buenos cristianos.
Esta gente les tenía tanto amor, que cuando se partieron iban llorando e los que los llevaban adelante; e algunas mujeres
que estaban preñadas e otras recién paridas venían con los niños en brazos a se despedir de los cristianos, dando a los niños
tres o cuatro granos de maíz en las manos, porque los tomasen los cristianos e les diesen licencia, pareciéndoles que si aquéllos tomaban de los niños,
que nunca habían de adolescer ni estar malos. Pues pasadas las sierras que es dicho, llegaron esos cuatro cristianos (que
son los tres españoles que es dicho y el negro, que era cristiano, llamado Estéban) a tres pueblos que estaban juntos e pequeños, en que había hasta veinte casas en ellos, las cuales eran como las pasadas,
e juntas, que no estaba aquí una e otra acullá, como en la tierra de paz que después vieron. E allí vino gente de la costa
a los cristianos, que serían de doce o quince leguas de allí, según por señas lo daban a entender. E a este pueblo, o mejor
diciendo pueblos juntos, nombraron los cristianos la Villa de los Corazones, porque les dieron allí más de seiscientos corazones de venados escalados e secos. Toda esta gente, dende las primeras casas
del maíz, andan los hombres muy deshonestos, sin se cobrir cosa alguna de sus personas; e las mujeres muy honestas, con unas sayas
de cueros de venados hasta los pies, e con falda que detrás les arrastra alguna cosa, e abiertas por delante hasta el suelo
y enlazadas con unas correas. E traen debajo, por donde están abiertas, una mantilla de algodón, e otra encima, e unas gorgueras
de algodón que les cubren todos los pechos. Decíanles aquellos indios, que por toda aquella costa del Sur, hacia el Norte
(que mejor se puede e debe llamar, no del Sur sino septentrional) había mucha gente e mucha comida e mucho algodón, e las
casas grandes; e que tenían muchas piedras turquesas, que ellos las traían de allá por rescate, e no les supieron dar razón
de oro alguno ni tuvieron nueva de minas. E así creyeron estos cristianos, por lo que allí les dijeron, e por lo que antes
que entrasen en las sierras vieron, que aquel cascabel e mantas que les dieron de algodón (como lo ha contado la historia)
venían de arriba, de la otra mar e costa que es dicho, e así les dijeron que está poblada de mucha gente e comida. E también
les pareció que aquellos terradillos, e andar las mujeres en hábito tan honesto, lo aprendían e tomaban de ella; porque dende
allí hacia acá adelante, bien trescientas leguas, hasta un río que descubrió Nuño de Guzmán, había aquel traje e casas, e de allí para acá adelante no, sino las casas de petacas e de paja, e las mujeres con unas mantillas
hasta el medio, e algunas más honestas hasta la rodilla.
Después de aqueste pueblo fueron treinta leguas hasta este río ya dicho, haciéndoseles los recibimientos que se han dicho,
e acompañando a los cristianos. E allí les llovió quince días e les fue forzado parar, y era por Navidad; e tuvieron allí
siempre mucha gente consigo, que nunca los dejaban, aunque eran de bien lejos.
Allí vido Castillo a un indio una hebilleta de cinto o talabarte, e un clavo de herrar colgado del pescuezo como por joyel, e tomósele; e preguntáronle
los cristianos que qué cosas eran aquéllas, e respondió que otros hombres, como aquellos cristianos, habían llegado allí con
caballos e lanzas y espadas; e señalaban cómo los alanceaban e los mataban a los indios. E cierto ellos los tuvieron por cristianos,
porque antes que allí llegasen estos tres españoles e el negro, les habían enseñado cómo estaba allí un indio que había venido
de allá, de hacia los de las barcas, e los había de llevar a ellos, e decíanlo muchas veces. E como no los entendían, estaban
espantados, e según después pareció, por lo que en Culuacán les dijeron después los españoles, aquel indio era de dos o tres que los de Nuño de Guzmán habían dejado, cuando allí llegaron, enfermos e cansados.
Dende allí comenzaron a caminar, con muy gran deseo e alegría de la nueva que tenían, estos pocos cristianos, de los españoles
de adelante, e los indios nunca otra cosa hacían sino hablarles en ello, como en cosa con que les hacían placer, tanto que
aunque lo querían disimular, no podían, e temían que a la frontera de los cristianos, les habían de hacer alguna burla. E
dende donde les llovió hasta los cristianos había cien leguas o más; e dende el pueblo de Corazones hasta allí siempre fueron costeando, diez o doce leguas metidos cn tierra. Y en aquellas cien leguas, en algunas partes había
de comer, y en otras mucha hambre, que no comían sino cortezas de árboles e otras raíces, e malas venturas, a causa de lo cual estaban tan flacos e sarnosos que era lástima verlos. E causábalo que
decían que habían entrado por allí los cristianos tres veces, e les habían llevado la gente e destruído los pueblos; y estaban
tan temorizados e medrosos, que no osaban parecer en ninguna parte, sino aquí uno e acullá otro, como gente aventada por los
montes, debajo de una esterilla, sin reposo ni osar sembrar. Mas con todo su temor, todos se juntaban para recibir estos pocos
cristianos, porque los tenían por cosa santa e divina, o por hombres venidos del cielo, por los llevar adelante. E aun esa
esterilla que tenían (e acostumbra cada uno tener arrollada sobre sus hombros o so el sobaco, porque es su cama sobre que
duermen) la traían para se la dar; e fue así, que donde pensaban recibir más daño, allí los tenían en más e recibían más honra:
que es más de maravillar.
E así fueron hasta un pueblo que estaba en una sierra, encima de un risco muy alto e fragoso, por miedo de los cristianos;
y está este pueblo cuarenta leguas de Culuacán, donde estaban los españoles; e allí los recibieron con mucho placer, e se juntó mucha gente de muchas partes que los iban
a ver. E otro día luego siguiente enviaron sus mensajeros adelante, a otros pueblos que estaban tres días de camino de allí,
para que les hiciesen las casas o ranchos e se juntasen para los recibir; e cuando fueron, no hallaron los españoles allí,
que andaban haciendo esclavos, y estuvieron una noche sobre ellos mirándolos; e otro día buscaron gente por aquellos montes
alrededor, e como no la hallaron, que habían ido muy lejos, se tornaron e les dijeron lo que habían visto, tan turbados que
casi no podían hablar. E toda la gente asimismo se turbó e hubieron muy gran miedo, e muchos se despidieron e se tornaron;
e a los que quedaron, dijéronles estos cristianos afortunados que no hubiesen temor, que ellos harían a los cristianos, de
quien temían, que se tornasen a su asiento e no les hiciesen mal, e que fuesen sus amigos; lo cual holgaron de oír, e respondieron
que así lo hiciesen, porque no osaban sembrar ni estar en sus casas por amor dellos, e que se morían de hambre. E así asegurados,
se fueron con los tres cristianos, e entre ellos venían indios de más de ochenta leguas atrás, que decían que nunca los habían
de dejar.
E así prosiguieron su camino, e cuando llegaron al pueblo, no hallaron los cristianos; pero hallaron sus ranchos, e había
dos días que habían ido de allí. E determinaron de ir tras ellos, y enviáronles a decir que los esperasen, o que ellos volviesen
a estos otros. Y el Cabeza de Vaca tomó el trabajo de ir tras ellos, e llevó consigo al negro e a una docena de indios; e los que quedaban, que eran los otros
dos cristianos, enviaron a buscar la gente que estaba huída por los montes e arcabucos o boscajes; e otro día siguiente vinieron
más de trescientas ánimas, hombres e mujeres, e dijeron que otro día vendrían más, que estaban huídos más lejos; e así sacaron
más, que estaban apartados, e se juntaron más de cuatrocientas personas de aquellos ausentados, sin los otros indios que con
los cristianos se venían.
El tesorero Cabeza de Vaca anduvo todo aquel día hasta la noche en rastro de los cristianos, y el siguiente día allegó a do estaban alojados e asentados
en salto, cerca de un río, sin saber adónde habían de ir, porque había quince días que no hacían un esclavo ni podían ver
un indio. E llegado donde los cristianos estaban, que serían hasta veinte de caballo, quedaron admirados y espantados de ver
al Cabeza de Vaca, e mucho más de oírle, e haber pasado por tantas tierras e diversas gentes e lenguas; e dieron muchas gracias a Dios Nuestro
Señor, por tan nuevo e grandísimo misterio. E así estos otros les pidieron por testimonio de la manera que venían e traían
aquella gente de paz e de buena voluntad que los seguían; y ellos se lo dieron por fe e testimonio, el cual se envió a Sus
Majestades, dando loores a Jesucristo, Nuestro Redemptor, que fue servido de guardar estos pocos cristianos de tan innumerables trabajos, para que viniesen a dar
cuenta
al Emperador Rey, nuestro señor, del suceso de aquella desdichada armada, e de la calidad de la tierra que éstos vieron. Y
estuvieron allí un día con ellos.
E porque esa gente de españoles había ciertos días que no podían haber un indio ni persona, e tenían necesidad de bastimento
para los caballos, rogaron a
estotros peregrinos que enviasen a llamar gente de la que estaba por los montes escondida de temor. E hiciéronles sus mensajeros,
como lo acostumbraban hacer por todo el camino, e luego vinieron al otro día hasta seiscientas ánimas hombres e mujeres, e
algunas con sus niños en los brazos de teta, e con ollas de maíz embarradas las bocas, que de temor de los cristianos las tenían escondidas por los montes.
¿Paréceos, lector cristiano, que es contemplativo este paso y ejercicio diferente de los españoles que estaban en aquella
tierra, e de los cuatro peregrinos: que los unos andaban haciendo esclavos e a saltear, como de suso es dicho, e los otros
venían sanando enfermos e haciendo miraglos?... De que podéis colegir cuánta parte destos trabajos consiste en la buena o
mala intención e obras de los mismos cristianos, e por el número de los muertos e de los vivos, podéis conjecturar lo que
os pareciere. Pues no los tengáis a todos los que por acá andan e han andado por españoles, aunque la mayor parte de ellos
lo son, sino de diversas naciones, que llamándose cristianos, acá han pasado en busca deste oro, e algunos lo hallan por su
mal, e otros nunca lo topan, sino la muerte e angustias tales como las que podéis haber entendido de aquesta lección.
Tornemos a la historia e relación de estos hidalgos, que dice que, después de recogida aquella gente que andaba alzada, por
mandado de aquellos pocos cristianos, dijeron a estos peregrinos, aquel que iba por capitán de los españoles que toparon,
que los hablase e dijese que hiciesen sus asientos en sus pueblos e hiciesen sus sementeras como solían, e que los cristianos
no les harían mal ni enojo alguno, ni querían sino que cuando los cristianos pasasen por sus casas, les diesen de comer a
ellos e a sus caballos. Y esto se les dio a entender, e les dieron licencia que se fuesen seguros a sus pueblos; los cuales
no se querían ir ni apartar de los cristianos, diciendo que no los habían servido bien ni acompañado como se debiera de hacer.
En fin, Cabeza de Vaca e sus compañeros les dijeron que se fuesen en buena hora, porque ellos iban donde estaba el señor de los cristianos, e que
ellos le hablarían para que mandase que no los persiguiesen ni enojasen. E así se fueron los indios en paz, e aquestos cristianos
se fueron con tres de caballo que los acompañaron hasta la villa de Culuacán, que fue poblada en la costa de la mar del Sur, al Poniente, por Nuño de Guzmán, que sería bien treinta y cinco leguas o más de allí. Y el caudillo o capitán de la gente de aquellos españoles se fueron
hacia las sierras a hacer esclavos.
Llegados, pues, estos cristianos, ocho leguas antes de la villa, a un valle poblado de paz, salió a ellos el alcalde mayor
de la villa, llamado Melchior Díaz, e los recibió muy bien, e dando gracias a Dios por las maravillas que con estos hidalgos había obrado. E porque tenían cerca
de allí muchos pueblos levantados, e la gente de ellos no se había ido a la sierra, enviaron dos o tres indios de los que
poco había que habían hecho esclavos, e con una seña que les dieron estos peregrinos cristianos, enviaron a llamar todos los
indios que estaban alzados, e mandáronles decir que viniesen seguros e que ningún mal les sería fecho. E los mensajeros fueron
con aquella seña, que era un calabazo que solían traer cada uno en las manos, e tardaron allí cinco o seis días, e a cabo
de ésos vinieron e trujeron tres señores o caciques principales, e quince o diez y seis indios otros de los levantados; los
cuales trujeron a ofrecer cuentas e turquesas e muy lindos plumajes a los tres cristianos peregrinos, delante del dicho Melchior Díaz, alcalde mayor. El cual les hizo hablar, dándoles a entender cómo estos cristianos venían del cielo, e habían andado por
muchas partes, diciéndoles que tuviesen inclinación al cielo, e que allá está el señor de todo lo criado, e que a los buenos
daba gloria, cuando él quería que muriesen en aquesta vida, e a los que no le querían bien e no le creían e servían como a
su solo Dios Todopoderoso, les daba pena de fuego para siempre jamás. E que aquellos pocos cristianos habían allí venido para
decir a los otros que no hiciesen mal ni enojasen ni matasen a los indios, con tanto que se asentasen en sus pueblos e creyesen
en Dios, e hiciesen iglesias donde él fuese servido, e pusiesen cruces en los pueblos e las trujesen consigo; e que cuando
algunos cristianos fuesen por su tierra, que los saliesen a recibir con una cruz, a la cual todos se humillarían, e desta
manera no los harían mal e los ternían por hermanos. Y ellos lo entendieron muy bien, e dijeron que así lo harían, e se fueron.
E luego comenzaron a bajar de las sierras a poblar, e hicieron iglesias, e pusieron sus cruces como les fue mandado. E así
fue por todo aquello que estaba poblado de paz por nuestros cristianos. Plega a Nuestro Redemptor que estas gentes salvajes,
en vida e ventura de la Cesárea Católica Majestad, vengan en conocimiento e servicio de Dios, y en obediencia de la corona
real de Castilla, como buenos e fieles vasallos de Su Majestad, a quien estos tres hidalgos ya dichos, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, e Andrés Dorantes e Alonso del Castillo, haciendo relación de lo que la historia ha dicho, lo escribieron, certificando que por toda la tierra donde anduvieron,
no vieron idolatría, ni sacrificar hombres, ni saber qué cosa es, hasta que llegaron a la ciudad de Compostela, que edificó e pobló en aquellas partes el gobernador Nuño de Guzmán.
Esta relación sacó el cronista, de la carta que estos hidalgos enviaron a la Real Audiencia que reside en esta ciudad de Santo Domingo desta isla Española, dende el puerto de la Habana, donde tocaron el año pasado de mil e quinientos e treinta y nueve años, yendo de camino para Castilla a dar relación de lo que es dicho al Emperador Rey, nuestro señor, e a su Real Consejo de Indias.
E así que, éste fue el suceso del capitán Pánfilo de Narváez e de su armada, al cual e los demás haya Dios perdonado por su infinita misericordia, tomando en descuento de sus culpas
sus trabajos e muertes tan desapiadadas. E así se debe creer que la bondad divina remedió sus ánimas, pues que eran cristianos,
e su deseo sería el que era razón que tuviesen, de ampliar la república cristiana, e servir a su Príncipe, e remediar su pobreza
o necesidad, cada uno en su calidad honesta, o justamente para que meresciesen en la última hora de su vida aquel sospiro
que el profeta Ezechiel dice: “En cualquiera hora que el pecador sospirare e llamare, será perdonado”.
Lo que sucediere en estas provincias donde fue Pánfilo de Narváez a poblar, o mejor diciendo a perderse, si en mi tiempo fuere, acumularse ha en prosecución de la historia, o escribirlo ha
quien me sucediere en la continuación desta General Historia desas Indias.
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Capítulo VII
En que el autor de estas historias cuenta algunas cosas que en la relación susodicha no cuentan, las cuales después en España, año de mil e quinientos e cuarenta y siete años, en la corte del príncipe don Felipe, nuestro señor, en Madrid, le contó e dijo el mismo Alvar Núñez Cabeza de Vaca; las cuales cosas son del mesmo jaez e propria historia e tierra donde se perdió el dicho Pánfilo de Narváez e su gente.
Todo esto que es dicho en esta relación, lo había hecho imprimir este caballero e anda de molde, e yo le rogué que me lo mostrase;
e después de haberme informado de él, e ser persona que debe dársele crédito, así por su expiriencia como porque todo se tiene
por cierto, diré lo que en este capítulo hiciere al caso brevemente, pues que no se debe preterir ni olvidar, a vuelta de
tantos trabajos, lo que adelante podría, en parte, aprovechar, e al presente satisfacer a la historia. Pero en alguna manera
yo tengo por buena la relación de los tres, e por más clara que estotra que el uno sólo hace e hizo imprimir, puesto que,
como digo, yo tomo della e del mismo autor Cabeza de Vaca lo que en este capítulo él añade, e que es bien dicho e necesario, non embargante que, como gente tan trabajada, no relatan
ni aun tenían forma de alcanzar a saber en qué grados ni altura anduvieron perdidos, viendo lo que hasta aquí es dicho. De
lo cual no me maravillo, pues que el mismo piloto que los llevó, llamado Miruelo, no los supo guiar al puerto que esta armada fue a buscar, e no supo decir adónde los puso ni dónde estaban; e como el principio
fue errado, tampoco se acertó el medio, y el fin le hicieron tal como es dicho. Ni quiero consentir al Cabeza de Vaca el nombre que en su impresión da a aquella isla, que llama de Mal Hado, pues en la primera relación no le pusieron nombre, ni él se le puede dar, antes en aquella isla fueron bien tratados los
cristianos, como él mismo lo confiesa en la una e otra relación; e si la mar o fortuna les quitaron las dos barcas, no hubieron
mejor dicha las restantes ni tal donde aportaron.
Dicen ambas relaciones que los frailes habían hecho quemar los cuerpos que hallaron muertos metidos en las cajas de Castilla, diciendo que eran idólatras; e fuera mejor hacer que se enterrasen, pues las mismas cajas e otros indicios les daba ocasión
que se pensase que eran cristianos; e así se dice en la segunda relación: que de indios supieron después que aquellos difuntos
eran cristianos.
Dice más Cabeza de Vaca: que a los diez y siete de junio de mil e
quinientos e veinte y siete años, partió el gobernador Pánfilo de Narváez con su armada del puerto de San Lúcar de Barrameda, para ir a poblar en la costa del Norte de la Tierra Firme, a las provincias que están dende el río de las Palmas hasta el cabo de la Florida, con cinco navíos, en que iban seiscientos hombres, pocos más o menos, en la cual armada iban, por oficiales de Su Majestad,
éstos: Alvar Núñez Cabeza de Vaca por tesorero o alguacil mayor; Alonso Enríquez por contador; Alonso de Solís por factor e veedor, fray Joan Gutiérrez, de la Orden de San Francisco, por comisario, con otros cuatro frailes de la misma Orden. Y en cuarenta y cinco días llegaron
a la isla Española, donde se proveyeron de caballos e otras cosas, e aun se les quedaron hasta ciento e cuarenta personas; y ésos fueron los
mejor librados,
porque en un huracán o tormenta que los tomó adelante, en la isla de Cuba, en el puerto de la villa de la Trinidad, se les perdieron dos navíos con hasta sesenta hombres e veinte caballos; e invernaron, los que quedaron, en aquella isla.
E a los cuatro de noviembre del mismo año llegó allí el gobernador con los cuatro navíos con que había ido a Santiago, que es el principal pueblo de aquella isla; e mandó que se fuesen todos doce leguas de allí, al puerto de la Xagua, dende el cual después, con los cuatro navíos e un bergantín, se partió con cuatrocientos hombres e ochenta caballos, de
los cuales los treinta y ocho perdieron en su camino; e desembarcaron en Tierra Firme cuarenta y dos, bien flacos e fatigados.
Dice más Cabeza de Vaca: que en cierto río se ahogó Joan Velázquez de Cuéllar e su caballo, el cual caballo lo comieron los españoles, porque les faltaban otros manjares.
Dice más en esta su relación impresa, cuando habla en la provincia de Apalache e sus confines: que hallaron grandes árboles e montes, nogales, laureles e árboles de liquidámbar, cedros, sabinas, encinas, pinos, robles, palmitos bajos como los del Andalucía, maizales, casas desparcidas, como en los Xelves, venados, e un animal que trae los hijos en la bolsa; e déstos más he visto yo, y en la primera parte destas historias, en
el libro XII, capítulo XXVII, se dice qué animales son éstos que este caballero quiere decir: son los que en la lengua de
Cueva se llaman churchas. Dice asimismo que hay muchas aves, así como ánsares, ánades, patos reales, dorales, garzotas, perdices,
palomas, halcones, neblíes, gavilanes, esmerejones, papagayos de diversas maneras. Es la gente bien dispuesta, e flecheros
en las más partes. Nombra cinco cristianos que, de hambre, se comieron unos a otros, e llamábanse Sierra, Diego López, Corral, Palacios, Gonzalo Ruiz.
Dice Cabeza de Vaca que cierta gente por donde anduvieron, de hombres bien dispuestos, traen la una teta horadada de una parte a otra, e algunos
ambas, e por el agujero atravesada una caña tan gruesa como dos dedos, e tan luenga como dos palmos y medio; e asimismo traen
horadado el labio de la boca inferior, e por el agujero, puesta en él, una caña delgada. Dice que entierran los hombres que
se mueren; e a los que de ellos son médicos, los queman por los honrar, y en tanto que arden, bailan los otros indios, e toman
los huesos quemados e hácenlos polvos, e por fiesta los beben los parientes de los tales físicos. Esos son de mucha autoridad
e pueden tener dos o tres mujeres, e los otros hombres sendas. Los que se casan, todo aquel año, la caza que matan e pescado
lo dan a la mujer, sin osar comer ni faltar cosa alguna, e la mujer lo da todo ello a sus padres; en el cual tiempo de aquel
año, ni los suegros entran en casa del yerno, ni el yerno en casa de los suegros, ni tampoco los cuñados, ni se hablan; e
si acaso se topan, se desvían un tiro de ballesta uno de otro, las cabezas bajas mirando en tierra, y ella (digo la recién
casada) puede ver e hablar a todos.
Cuando se muere alguno, en tres meses siguientes no buscan de comer, aunque mueran de hambre. E sus casas son de esteras,
e sobre conchas de ostiones. Curan los médicos a soplos, e sajan al paciente en el lugar do siente el dolor, e chupan alrededor,
e también le dan cauterios de fuego, e a los unos e otros soplan, porque así dicen que echan el mal fuera; y en pago de su
trabajo, dan al médico cuanto tienen.
En la isla que Cabeza de Vaca llama de Mal Hado, dice que hay dos linajes: los unos se dicen capoques; y el otro han e tienen por costumbre, cuando se ven, antes que se
hablen, estar media hora llorando; e después, el que es visitado, se levanta primero e da al otro cuanto tienen, y el otro
lo rescibe, e dende a poco se va con ello, e a veces sin le hablar.
Y en otra parte dice, en su segunda relación, que el gobernador, donde aportó después en su barca, revocó el poder que había
dado a su teniente Pantoja, el cual, a los pocos que quedaban los trataba mal; e que se revolvió con él otro hidalgo llamado Sotomayor, e con un palo lo mató. E que los que se morían, los comían los que quedaban vivos, hechos tasajos; e que el postrero de
aquellos que murieron fue el Sotomayor, al cual hizo tasajos un Esquivel, con los cuales se sostuvo algunos días, e que después a éste lo mataron indios. El cual Esquivel es el que dijo cómo el gobernador le había llevado la mar en su barca con un paje e otro hombre, e lo contó a un Figueroa. E la muerte del Esquivel fue por un sueño de una india, porque allí creen en sus sueños, e a veces matan a sus proprios hijos por sus sueños, e a
las hijas hacen comer a perros muchos dellos, así como nacen; porque dicen que no las han de casar con parientes, ni darlas
a sus enemigos para que multipliquen. E las que toman por mujeres, cómpranlas, e dan por ellas un arco e dos flechas, e una
red de hasta una brazada luenga e otro tanto ancha.
Comen arañas, huevos de hormigas, gusanos e lagartijas, culebras, víboras, e comen tierra, e madera, y estiércol de venado,
e todo lo que pueden haber. Son grandes ladrones e mienten mucho. Corren dende la mañana hasta la noche sin descansar, e así
cansan los ganados e los toman vivos. Hay sodomitas entre ellos, e algunos tan abominables, que tienen otro hombre por mujer
públicamente; e los tales pacientes afeminados no entienden en cosa alguna de los hombres, sino en todos los ejercicios que
se ocupan las mujeres.
Dice esa segunda relación que hay vacas, en algunas partes, tamañas como las de España, e los cuernos pequeños, como moriscas, y el pelo muy largo; e unas son pardas e otras negras, e de buena carne e gordas.
E de las pieles de los becerros hacen mantas para se cubrir, e de los cueros de las vacas mayores hacen zapatos e rodelas.
Estas vacas vienen de hacia el Septentrión, e se extienden más de cuatrocientas leguas hasta la costa de la Florida, e llegan a ella.
Dende aquella isla de Mal Hado adelante, en mucha parte de lo que éstos que escaparon andovieron, dice Cabeza de Vaca, que, después que la mujer se empreña, no duerme con el marido hasta dos años cumplidos que han criado los hijos, los cuales
maman hasta que han doce años, que sepan buscar de comer. E preguntando la causa, dicen sus padres que se hace por la mucha
hambre de aquella tierra, porque de hambre no se mueran, ni queden flacos e sin fuerzas.
Dejaban las mujeres por pequeña o ninguna causa, e cásanse con otros. Esto hacen los mancebos e sin hijos; pero los que tienen
hijos, no los dejan, e perseveran en su compañía.
Si riñen los naturales, dánse de palos, e no han de entrar, por ningún caso, arco ni flecha en la rencilla; e los que los
han de despartir, han de ser las mujeres e no los hombres en ninguna manera.
Cuando las mujeres están con su costumbre, no buscan de comer sino para sí solas, porque ninguna persona come de lo que ellas
traen en el tiempo que están así. E allí es donde un hombre se casa con otro, y el paciente anda como mujer e sirve en todo
lo que la mujer ha de servir a su marido.
Mezquizquez es una fruta como garrobas, de que hacen cierto manjar mezclado con tierra, y ella por sí es amarga, e la tierra
la hace dulce e buena de comer desta manera. Hacen un hoyo en tierra, y echada la fruta en aquel hoyo, allí la muelen a pisón;
e molida, de la tierra que se le pega del hoyo, mezclada, añaden fruta, e májanla más, e después sácanla e pónenla en una
vasija a manera de espuerta, e cubren toda la pasta de agua que le echan; e después, el que la majó, pruébala, e si le parece
que no está dulce, añaden tierra e párase mejor. E hecho esto, siéntanse a la redonda deste manjar los que lo han de comer,
e cada cual mete la mano e saca lo que puede, e come de las pepitas e cáscaras e agua. Hacen otros potajes, en dos o tres
moleduras, de la misma fruta.
En un gran pueblo hallaron estos cristianos, que todos los naturales de aquel pueblo eran tuertos de nubes, o ciegos de todo
punto.
Dice esa postrera relación, que los indios, en ciertas partes, les dieron a estos cristianos, Cabeza de Vaca e sus compañeros, unos taleguillos de plata; y es error del impresor, pues que había de decir taleguillos de margarita, e
no de plata.
Hay pinos chicos, e muchos piñones, e las piñas como huevos, e los piñones mejores que los de España, porque tienen las cáscaras muy delgadas; e cuando están verdes, los muelen e hacen de ellos pellas, e así las comen; e si
están secos, los muelen con las cáscaras e los comen hechos polvos. Hay por allí muchas liebres, que matan a palos con garrotes,
juntándose muchos cazadores; e hay muchos venados, que matan con flechas.
Dice esta última relación, que hallaron Cabeza de Vaca e sus compañeros una gente que la tercera parte del año no comen sino unos polvos de paja.
En otra parte dice que a Dorantes le dieron esmeraldas, hechas puntas de flechas; e preguntándoles que de dónde les llevaban esas esmeraldas, respondieron
los indios que se las traían de unas muy altas sierras que están hacia el Norte, e las trocaban a trueco de penachos e plumas
de papagayos.
Dice que hay tres maneras de venados, e que la una de ellas son tamaños como novillos de Castilla.
Hace memoria
de la hierba que algunos flecheros de aquellas partes tienen, de unos árboles del tamaño de manzanos, que no es menester más de coger la fruta e untar la flecha con ella; e que si no tiene fruta, quiebran una rama, e con una
leche que tienen hace lo mismo; e que hay muchos destos árboles que son tan ponzoñosos, que si majan las hojas de él e las lavan en alguna agua allegada, todos los venados, e cualesquiera
otros animales que della beban, revientan luego.
En esto destos manzanillos, esta relación habla de oídas; e yo he visto muchos e innumerables dellos, y en otra parte destas
historias se escribe por mí más largamente lo que toca a esta hierba de los flecheros.
Dice esta relación postrera de Cabeza de Vaca, que por toda aquella tierra donde alcanzan sierra, vieron grandes muestras de oro e alcohol, hierro, cobre e otros metales.
Yo quisiera esto más claro, e más larga claridad en ello. En la relación primera que la Audiencia
Real me dió, que es la que se contiene hasta en fin del capítulo precedente, dice que vino de Cuba, del puerto de la Habana, y en estotra, de que trata este capítulo, dice que tocó Cabeza de Vaca en la Habana, e que llegó a Lisboa a nueve de agosto de mil e quinientos e treinta e siete años. Pero porque estos tres hidalgos me parece que hombres que escapasen
con las vidas no los ha habido en Indias más trabajados, y es razón que particular mención se haga de la calidad de sus personas, digo que el uno es este autor de
la segunda relación, llamado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, hijo de Francisco de Vera e nieto de Pedro de Vera, el que fue capitán principal cuando se conquistó Canaria, e su madre se llama doña Teresa Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera. El segundo es Alonso del Castillo Maldonado, natural de Salamanca, hijo del doctor Castillo e de doña Aldonza Maldonado. El tercero es Andrés Dorantes, hijo de Pablo Dorantes, natural de Béjar e vecino de Gibraleón. El cuarto se llama Estebanico, de color negro, alárabe, natural de A
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